- HdlN 03 Familia
- HdlN 02 Juntos
- HdlN 01 Las Ménades
NdA: Cronológicamente, esta historia transcurre cuando Aioros y Saga tenían entre 11 y 12 años.
Familia
Orestes le había permitido llegar hasta las habitaciones de Sagitario sin necesidad de anunciarse. Hacía un largo rato que los entrenamientos se habían dado por terminados y, a diferencia de días anteriores, Aioros no se había presentado a las sesiones extraordinarias que ambos habían llevado a cabo desde meses atrás. Lo que era todavía más extraño, al menos a los ojos de Saga, era que su amigo ni siquiera se había tomado el tiempo para avisarle de su ausencia. Simplemente le había dejado plantado.
Si se había atrevido a subir hasta Sagitario era porque genuinamente estaba preocupado. Aioros podía ser un desastre. Podía ser el tipo más despistado y torpe del universo, pero nunca un chico irresponsable.
Supo que algo no estaba del todo bien cuando reparó en la mirada transparente de Orestes. En eso, maestro y aprendiz se parecían: sus ojos no mentían. Sin respuestas ni explicaciones, el Santo de Sagitario le había dejado pasar hasta el corredor, donde las numerosas habitaciones del templo del centauro se alineaban, una tras otra. Encontró rápidamente la de Aioros, a pesar de que había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvo dentro. Solían pasar más tiempo en rincones distintos, que no se relacionaban ni con Géminis, ni con Sagitario. Mayormente para evitar cualquier confrontación del gemelo con Zarek.
La puerta de la habitación de su amigo estaba semi abierta. No le extrañó, porque Aioros era simplemente así: franco y auténtico con todo el mundo, sin nada que ocultar.
Pensó en anunciarse, pues era lo correcto, sin importar que tan cercanos fuesen. La amistad era una cosa, y la privacidad era otra bien distinta. Pero un atisbo de curiosidad creció en su cabeza, tentándole a espiar… Y así lo hizo.
Acechó por la rendija y sonrió al caer en cuenta que el joven arquero ni siquiera había reparado en su presencia ahí. Ese torpe cabeza de chorlito era tan confiado, que ni se enteraría del inicio de la Guerra Santa sino hasta que el mismísimo Hades tocase a su puerta personalmente para entregarle una notificación de guerra. Sin embargo, muy en el fondo, sintió envidia. A veces, pensaba en que le hubiese gustado conservar esa inocencia, esa pureza de pensamientos que había perdido mucho tiempo atrás.
Aioros estaba sentado sobre el suelo, a los pies de su cama, con las piernas cruzadas y un pequeño cofre en su regazo. Saga no recordaba haber visto el misterioso baúl antes, y tampoco recordaba que el castaño lo mencionase jamás. Su curiosidad creció. ¿Qué secretos guardaba su amigo? Y peor aún, ¿cómo Aioros había sido capaz de mantenerse callado tanto tiempo y nunca mencionar nada? Entrecerró los ojos, pensando que tendría que preguntarle al respecto. Pero, mientras preparaba su interrogatorio, un detalle que hasta entonces se le había escapado, atrapó su atención.
Estaba llorando… Aioros estaba llorando.
Algo en el interior de Saga se revolvió. Una terrible emoción hizo un nudo en su garganta y apretó su corazón de tal modo, que incluso le dolió.
En los cinco años que llevaban siendo amigos, Saga no recordaba haberle visto llorar de aquel modo. Lo había visto triste, sí. Pero de algún modo, siempre se habían mantenido estoico. Al principio había atribuido su fortaleza a ese optimismo arrollador y ciego que corría por venas. Pero hubo ocasiones en las que descubrió que su autocontrol no era más que una fachada, creada para darle fuerza a él. Aioros sonreía para que él no llorara. Aioros era fuerte para que él no se rompiera.
Por inercia, retrocedió. Apoyó la espalda contra la pared, considerando seriamente marcharse de ahí y no mencionar nunca aquella situación. Pero… Aioros había estado ahí cada vez que él le necesitó. Quizás ahora él podría…
Sacudió la cabeza. Aioros no había pedido su ayuda, ni siquiera le había comentado de cómo se sentía en los últimos días. Su sonrisa había estado ahí, día tras día, como si no existiese más emoción que esa en su corazón alegre. ¿Por qué? ¿Por qué mentir? Y, entonces, ¿por qué él debía entrometerse en los secretos que el arquero se empeñaba en mantener?
“Porque eres su amigo…”, le respondió su conciencia. Y esa afirmación resultó inapelable y definitiva.
Saga suspiró y tiró la cabeza para atrás, buscando calmar a su corazón acelerado. Antes de atreverse a dar un solo paso dentro de esa habitación, tenía que centrarse. Cuando estuvo listo, empujó discretamente la puerta, asomó la cabeza y llamó por su nombre.
—¿Aioros?
En otro momento, el susto que el chico castaño se llevó lo habría hecho reír. Pero no en esa ocasión. El arquero cerró el cofre de inmediato. Después, Saga lo vio apartar el rostro y, como si pensase que podría engañarlo con tanta facilidad, se secó las lágrimas de un manotazo.
—¿Qué haces aquí? No esperaba visitas—dijo Aioros. Su voz, sin embargo, no tuvo reparos en ocultar su pesar.
—Faltaste a nuestros entrenamientos y no avisaste. Me preocupé. —Saga subió los hombros ligeramente. Se apoyó sobre el marco de la puerta, sin atreverse a entrar del todo. —Así que quise saber si estabas bien.
—Sí, sí. Estoy bien.
—¿Lo estás?
—Solo estoy cansado.
Saga lo miró fijamente y en sus ojos enrojecidos descubrió que Aioros no estaba dispuesto a ceder. Chasqueó la lengua, mientras barajaba una vez más, la opción de darse media vuelta y marcharse. Pero no lo hizo, simplemente porque no podía. No se sentía capaz de dejarle así, por mucho que el otro lo quisiera. Se sopló el flequillo y con pasos lentos, se adentró en la habitación.
—Vamos a ver… —dijo. Llegó junto a su amigo, y se sentó en el suelo, frente a él. —He llorado de cansancio y te aseguro que esas lágrimas no son por eso. —El castaño apartó el rostro, aganchando la mirada. —Habla conmigo. ¿Qué te sucede?
Hubo un silencio que le pareció eterno al peliazul. Normalmente, cuando se trataba de Aioros, esas pausas que terminaban en nada, significaban que algo estaba realmente mal.
Frustrado, se mordió el labio. ¡Para lo mucho que se estaba esforzando, el arquero no estaba cooperando en lo más mínimo! No estaba seguro de lo que debía hacer. ¿Insistir? ¿Desistir? Se rascó la cabeza y, por enésima, chasqueó la lengua.
—Vale, vale. Si no quieres hablar…
—No. No es que no quiera. Es que… —Sin levantar el rostro, Aioros le dirigió una mirada apenada. —Nunca hablamos de esto antes. No sabría qué decirte, ni cómo…
—Solo dilo. No le des muchas vueltas.
Lo vio suspirar y el modo en que dejó caer los hombros, supo que Aioros había cedido. Por eso, Saga guardó silencio. Le daría unos segundos para ordenar sus ideas y, cuando estuviera listo, le confesaría sus penas.
Sin embargo, lo que el gemelo no esperaba era que Aioros abriera el cofre que abrazaba con recelo y rebuscará en él por algo. Un instante después, el castaño le tendió una vieja fotografía. Saga miró del trozo de papel a él. Su mirada verde delataba una curiosidad que no había estado presente en sus ojos desde mucho tiempo atrás. Al notarlo, Aioros insistió.
—¿Qué es…? —Pero al tomar la fotografía y mirarla, Saga comprendió todo. La mujer que vio en la fotografía, con sus rizos castaños y sus enormes ojos esmeraldas, era difícil de ignorar. Su identidad no era realmente un misterio. —¿Es… ? ¿Es tu madre?
—Ajá. Es fácil de adivinar, ¿eh? Su nombre era Litsa.
—Tiene los ojos de Aioria y tus rizos. Aunque los de ella están mucho más peinados y bonitos—añadió con cierta travesura, robando una sonrisa a su amigo.
—Sí, ¿verdad?
—Es preciosa.
—Lo era. —Al escucharlo, Saga se mordió el labio. La corrección era acertada.
—Lo siento…
—No pasa nada.
—La extrañas mucho, ¿cierto? —Lo vió asentir y guardó silencio. A diferencia de Aioros, él nunca conoció a su madre. Ahora que lo pensaba, ni siquiera sabía su nombre. Era por eso que se sentía incapaz de sentir una nostalgia como la que vivía el arquero.
—Es que… Hoy sería su cumpleaños.
—Oh… —De pronto, Saga no tuvo que decir. Guardó silencio por unos segundos y ante la falta de respuestas de su amigo, se atrevió a preguntar con timidez. —Y… ¿Cómo era ella?
No entendió por qué, pero cuando Aioros volteó a verle, había una chispa de emoción en sus ojos. La fugaz euforia le contagió, al grado de hacerle esbozar una sonrisa. Respiró tranquilo, sabiendo que había atinado a hacer lo correcto.
—Mamá era feliz—dijo el castaño. Llevó sus ojos azules a la ventana para fijar su mirada soñadora en la nada. Sus palabras sonaron suaves y llenas de cariño, como si con ellas acariciase los recuerdos que le quedaban de su niñez. —Siempre sonreía, sin importar qué. Le gustaba canturrear y cocinaba como los dioses… —Rió. —También era muy mandona, o al menos eso decía mi padre. Era una mandona adorable.
—¿Os llevábais bien?
—Éramos mejores amigos. Yo la adoraba y ella a mi. Íbamos a todos lados juntos, hacíamos todo tipo de tonterías los dos. Podría decirse que era un nene de mamá.
—Oh. —Esta vez, fue el peliazul quien rió por lo bajo. —Tuvo que ser divertido.
—Lo era. Papá decía que éramos el dúo dinámico.
—¿Y él? ¿Cómo era?
—¿Papá? —Saga asintió. Pero de pronto, notó la tristeza que empañó la mirada de su amigo y temió haberse equivocado. —No sé… Siempre me pareció un buen papá. Cuidaba de mí y de mamá. Nos adoraba a ambos… Aunque creo que la quería más a ella.
—¿Por qué dices eso?
Aioros no le respondió. Jugueteó nerviosamente con sus dedos, como si midiera cada una de las palabras que abandonara sus labios a partir de entonces.
Saga se sobresaltó cuando la mirada azul del aprendiz de Sagitario se coló a través de los rizos castaños que cubrían su frente e hizo foco en él. Tenía la impresión de que tras esos ojos eternamente traviesos había un secreto tan bien guardado que no había salido a la luz.
—Promete que no le dirás a nadie.
—¿Decir qué? —Saga se encogió de hombros.
—Lo que voy a contarte. Nadie puede saberlo, menos Aioria. —La petición sonó casi como una súplica, e hizo que el peliazul arrugase el ceño.
—Está bien. Lo prometo—aceptó con solemnidad.
—De acuerdo… —Un pesado suspiro escapó de la garganta de Aioros. Buscó otra vez dentro de su cofre y sacó una nueva fotografía que tendió al gemelo. —Él es mi padre.
Saga tomó la fotografía y la miró. Levantó las cejas, mientras sus labios se abrían sutilmente. Miró a Aioros, y en sus ojos esmeraldas, Aioros vio muchas preguntas. Sin embargo, una sola abandonó sus labios.
—¿Sabes montar bicicleta? —La sorpresa en su rostro fue tan sincera que el castaño no pudo reprimir una risa.
—Sí. Ambos me enseñaron.
—Que afortunado. —Saga esbozó una sonrisa dulce. —Pero, no entiendo. ¿Cuál es el gran secreto aquí?
—Pues… —La mirada celeste del arquero se entristeció de nuevo. De reojo, Saga sintió sus ojos sobre él. —Nunca hablamos de ello. Pero creo que piensas que soy huérfano, como Kanon y tú.
—No entiendo… —El peliazul pestañeó, sin entender el rumbo de aquella conversación.
—Papá no está muerto… Al menos eso creo.
—¿Cómo…?
—Cuando mamá murió al dar a luz a Aioria… Papá no pudo lidiar con ello. Así que, simplemente se fue. —Aioros se encogió de hombros y ladeó ligeramente el rostro. A su lado, Saga tragó saliva. —No sé si aún viva, o qué fue de él. Solo sé que jamás volvió, y dudo mucho que nos haya buscado alguna vez.
—¿Os abandonó?—titubeó al preguntar. El aprendiz de Sagitario asintió de nuevo.
—La cuestión es que… No quiero que Aioria lo sepa. No quiero que algun dia piense que papá se marchó por él. No quiero que… sienta rencor, ni odio.
—¿Prefieres que piense que está muerto?
—¿Es malo? —La pregunta pilló desprevenido a Saga. Se lamió los labios y se tomó un par de segundos para pensar su respuesta. Finalmente chasqueó la lengua.
—No, no lo es. A veces, una mentira hace menos daño que una verdad innecesaria.
—Eso pensaba…
—¿Cuál es su nombre? —Sacudió ligeramente la cabeza, cayendo en su error. —¿Cuál era su nombre?
—Yorgos.
—Yorgos… —repitió—. Pues, creo que nunca lo sabrá, pero su pérdida ha sido mi ganancia. —Aioros levantó una ceja. —Él os perdió. Pero… Si no se hubiera ido, no estarías aquí. No serías… mi amigo—susurró, con timidez y dulzura—. Ahora tú y yo somos familia. Somos hermanos.
Aioros sintió el nudo en su garganta aprentádose con cada palabra del gemelo. Sus ojos azules se humedecieron y, pronto, su vista se enturbió detrás de las lágrimas. La primeras de las gotas saladas rodó por su mejilla sin que pudiera detenerla. Muchas más la siguieron. Sin pensarlo, se incorporó y se lanzó hacia el peliazul. Se fundió en él con un abrazo y ahogó las lágrimas en su melena revuelta.
La espontaneidad de sus actos pilló a Saga por sorpresa. Le tomó un instante reaccionar y devolver el abrazo. Pero cuando lo hizo, lo hizo con fuerza y ternura a la vez. Sus propias lágrimas le empañaron el rostro, mientras una sonrisa melancólica adornaba sus labios.
Era un mundo extraño aquel en el que vivían. Donde los lazos de sangre se disolvían en antagonismos, y la verdadera hermandad nacía en el alma.
—Hermanos. —Oyó decir a Aioros, mientras el abrazo se rompía. —Eso somos: Hermanos.
Él asintió. Enjuagó sus propias lágrimas con un manotazo y, entonces, miró directamente a ese par de ojos azules, enrojecidos por el llanto. Se alegró de sobremanera cuando en el rostro de su amigo, aquella implacable sonrisa suya volvió a brillar.
—¡Míranos! Par de llorones—rió Aioros. Se arrancó las lágrimas con el dorso de la mano. Saga compartió su risa.
—¿Te importaría mostrarme qué más guardas ahí?—preguntó con dulzura, mientras una sonrisa entrañable adornaba su rostro. Aioros sonrió con torpeza y sobó su nariz enrojecida. Asintió y abrió una vez más el cofre de sus tesoros, con un mimo y una delicadeza que sorprendió al gemelo.
—Tengo algunas fotos. Este de aquí es Panos, era mi vecino y mi amigo más cercano… —Le apuntó a un niño pelirrojo, con el rostro repleto de pecas. —Y esta otra fotografía es de Bigotes. Era mi perro.
—¿Tuviste una mascota? —Aioros asintió, divertido por la expresión sorprendida de Saga.
—Papá lo encontró en la calle y lo llevó a casa.
—¿Qué fue de él?
—Tuvimos que regalarlo. Nuestra casa era muy pequeña para él.
—Oh…
Saga no dijo más. Volvió a centrar su atención en el baúl y en el cómo las manos de su amigo revolvían entre lo que él asumía, eran un montón de recuerdos en forma de chucherías. Sin embargo, algo llamó su atención.
—¿Qué es esto? —Tomó cuidadosamente un delgado brazalete de oro rosa, incrustado con tres pequeñas piedras: dos blancas y una roja.
—Esto era de mi madre. Lo llevaba puesto el día que Aioria nació. Las enfermeras se lo quitaron cuando la llevaron a la sala de partos y mamá me lo entregó para que lo cuidase por ella. Era la única pieza de joyería que nunca se quitó. Mi padre se lo obsequió cuando yo nací.
—Debió ser muy especial para ella.
—Era su favorito. Solía decir que las dos piedras blancas era ella y papá, y la roja era yo… Roja, porque simbolizaba amor. —Sin darse cuenta, al escuchar su historia, Saga sonrió.
—Eres afortunado… —musitó. Su voz sonaba nostálgica y ligeramente triste. —Los conociste, los disfrutaste y ellos… te amaron.
—Saga…
—Kanon y yo no tuvimos eso. Tuvimos a Shion y eso nos hizo afortunados también. Pero… Me hubiera gustado conocer a mis padres, y abrazarles alguna vez.
Antes de que se diera cuenta, los brazos de Aioros se cerraron alrededor de él una vez más. Esta vez fueron sus propias lágrimas las que rodaron primero.
—Escucha bien y no lo olvides. —La voz de Aioros llegó a sus oídos, y un instante después, cuando le dejó ir, pudo ver a sus ojos. —Ni tú ni yo estamos solos, ni volveremos a estarlo jamás. Ahora somos hermanos. Somos familia… Y estaremos siempre ahí, el uno para el otro.
—¿Es una promesa?
—Lo es.
Saga lo miró y, como siempre le pasaba, creyó en sus palabras. Ensanchó su sonrisa, y poco después, asintió.
—Que así sea.
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