- Renacer 03 Identidad perdida
- Renacer 02 Confrontaciones
- Renacer 01 El primer aliento
Nota: Esta historia es la continuación de nuestro fanfic “Donde Todo Empieza”. Si bien no es del todo imprescindible leer la primera parte, si es harto recomendable para comprender ciertas partes de la historia y situaciones. Si no deseáis hacerlo, adelante. Tened siempre en cuenta que el hilo argumental gira entorno a los Santos Dorados: nada más, nada menos. El fic transcurre tiempo después de la batalla contra Hades, y este primer capítulo esta dividido en dos partes en FanFiction.net debido a su extensión. ¡Disfrutadlo!
Donde Todo Empieza: Renacer
Capítulo 1: El primer aliento
Sus ojos se abrieron de par en par y, movidos por una voluntad desconocida, sus pulmones suplicaron por aire. Abrió los labios, y ahogó un quejido cuando el preciado oxigeno inflamó su pecho con dedos de hielo. Tardó unos largos segundos en acostumbrarse al acelerado vaivén de su pecho: sentía su corazón latiendo tan fuerte, que dolía, y sus ojos… cerrados durante mucho tiempo, se negaban a otorgarle la nitidez que buscaba.
Estaba asustado, pero por sobre todas las cosas, se sentía agotado. No importaba cuan nervioso le pusiera aquella creciente sensación de pánico que recorría con brío sus venas: no se sentía con fuerza para moverse.
Cerró sus ojos esmeralda una vez más, y respiró hondo. Esta vez no fue doloroso, ni apresurado… se permitió que la multitud de olores que invadían el lugar llenaran sus fosas nasales, y entonces… comenzó a recordar. Reconocía aquella fragancia a limpio que entremezclaba el fuerte aroma del alcohol puro con el perfume de las flores que siempre, sin excepción, habían adornado cada una de las habitaciones del peculiar templo.
Pestañeó, y casi con miedo a confirmar sus sospechas, sus ojos se pasearon por la estancia. Había estado allí antes. O al menos, en una habitación exactamente igual a aquella. No era grande, pero si espaciosa: solamente una cama, una mesilla y un viejo sofá la ocupaban. El mármol blanco resplandecía en las paredes, como si hubiera sido recién pulido… olvidándose de los siglos que llevaba allí colocado; sin embargo, el tiempo no había sido tan benévolo con el desgastado granito gris del suelo.
“La Fuente de Athena.” Pensó.
Arrugó el ceño casi sin querer, y con cuidado, se incorporó hasta quedar sentado. Apartó la suave sábana que cubría su piel, y echó las piernas a un lado. Únicamente un pantalón de lino se ceñía a ellas. Se miró las manos, ensimismado, descubriendo el origen de aquel molesto pitido que le confirmaba que, de alguna manera que no alcanzaba a comprender… estaba vivo. Estaba de vuelta.
Otra vez.
Se arrancó el pulsímetro del dedo índice sin demasiados miramientos, y tal y como siempre había hecho cuando se sentía ligeramente nervioso… se sopló el flequillo. Se animó a ponerse en pie, sorprendiéndose de la debilidad que parecían mostrar sus piernas, y viéndose obligado a buscar el apoyo de la cama y la pared. Caminó a tientas, con pasos torpes, hasta el diminuto aseo, y una vez dentro… buscó su reflejo.
Era él. En verdad lo era. Se perdió en el brillo de sus propios ojos, percatándose de la palidez fantasmal de su piel y de las sombras oscuras que los enmarcaban. Se pasó los dedos sobre su enmarañada melena, colocando uno de sus larguísimos mechones tras la oreja, y se humedeció los labios resecos. No había rastro alguno del escarlata en sus iris, y su pelo lucía tan azul como lo hacía en los lejanos recuerdos de su infancia. Casi respiró aliviado.
Observó su torso con especial atención, encontrando cicatrices que no recordaba haber tenido la última vez. Pero…
¿Cuándo había sido la última vez?
Pasó sus dedos con cuidado sobre aquella fina línea blanquecina que cruzaba su abdomen, y se estremeció. ¿Había sido entonces? Frunció el ceño, intentando rememorar todo lo que había sucedido. Sin embargo, el aluvión de recuerdos inundó su mente sin ninguna consideración. Se sintió aturdido, mareado… y, con miedo a caer, se aferró con fuerza a la débil seguridad que le prodigaba el lavabo.
¿Cuándo se había visto por última vez? ¿El día en que decidió ponerle punto y final a su miserable vida? ¿El día en que empuñó Nikè con la única y desesperada intención de espantar a su pesadilla? Tragó saliva. Probablemente si, estaba casi seguro de que aquella había sido la última ocasión en que se contempló con vida frente a un espejo; a pesar de que tiempo después volviera a levantarse de entre los muertos.
Se estremeció, y sus ojos ardieron bajo las lágrimas que los humedecieron sin previo aviso.
Cada segundo vivido en aquellas doce horas, parecía marcado a fuego en su piel: como si no hubiera pasado un solo minuto desde entonces. Casi podía sentir el calor abrasador del aire durante la Exclamación de Athena. Aún sentía el frío del sapuri sobre su piel helada. Recordaba aquella guerra infinitamente mejor de lo que recordaba veintiocho años de su vida.
No es que hubiera nada que mereciera la pena recordar, de todos modos.
Respiró hondo un par de veces, y pestañeó tan rápido como pudo, con tal de eliminar aquellas lágrimas que no tenía la menor idea de donde venían. Había muerto en su día… se había ido siendo un traidor y había retornado de igual modo. Lo había aceptado aún antes de que sucediera. Aquellas manos que contemplaba carecían de las marcas que su piel lucía aquí y allá… y pese a ello, podía sentir la sangre que las bañaba. No le gustaban las cicatrices, nunca lo habían hecho… pero ahora que las contemplaba, encontraba en ellas un recordatorio permanente de quién era y lo que había hecho. ¡Cómo si alguna vez fuera capaz de olvidarlo!
Abrió el grifo y colocó sus manos bajo el agua helada hasta que sus dedos se entumecieron. Le dio un largo trago y se mojó la cara un par de veces, en un inútil intento por despertar de aquella trágica pesadilla en que se veía inmerso otra vez.
Sin embargo, algo dentro de él, sabía que esta vez era verdad: que estaba vivo, y estaba en casa. No era una pesadilla, aunque fuera mucho más doloroso, no era ninguna tortura del Inframundo… Era la realidad.
Apoyó la espalda desnuda en la pared y se dejó resbalar hasta el suelo. Había vuelto, para bien o para mal, y no tardaría en saber por qué. Pero Saga no estaba seguro de querer hacerlo.
—X—
Había pasado tanto tiempo sentado en el suelo, que sin darse cuenta se había adormecido. Se sobó los ojos con fuerza, y suspiró, comprobando que efectivamente, aquello era tan real que daba miedo. Se puso en pie con lentitud, y ojeó el cuarto de baño hasta encontrar lo que buscaba. Eudora siempre se había encargado de dejar la ropa limpia junto al lavabo, en un cesto de mimbre con un par de ramas de lavanda. Quiso sonreír.
Se puso la camiseta y se calzó las sandalias. Pasó nuevamente los dedos sobre su melena, y se miró por última vez al espejo. Fuera lo que fuera que había sucedido, quedándose allí acurrucado nunca lo sabría.
Salió de la habitación haciendo tan poco ruido como le fue posible, aunque debía admitir que sus reflejos no estaban tan afinados como le hubiera gustado. Ni siquiera había logrado despertar su cosmos más que un par de segundos.
Miró de un lado a otro asegurándose de no ser descubierto antes de tiempo, sintiéndose como un fugitivo en lo que suponía debía sentir como su casa. Se alejó de la puerta un par de pasos, y perdió su mirada en el jardín que se extendía frente a él. Se veía asombrosamente bonito: lleno de color y de vida, algo que sus ojos parecían no haber contemplado desde hacía décadas.
La Fuente era un templo enorme, de estructura circular. La parte más externa estaba ocupada por las habitaciones más amplias: aquellas que los santos menores y los guardias se veían obligados a compartir. En el lado opuesto, se encontraban las estancias preparadas exclusivamente para las amazonas. Sin embargo, el anillo interior de habitaciones, miraba a un patio de columnas. Efigies de los dioses adornaban sus rincones, y en el centro… el frondoso jardín crecía bebiendo de las aguas del manantial que daba nombre al templo. Las aguas cristalinas resbalaban de la estatua de la diosa, como si su peplo no fuera nada más que una cascada que moría a sus pies, donde el estanque concentraba toda su esencia curativa, para después filtrarse y bañar todo el Santuario con sus aguas termales, dándole vida.
Se sintió ensimismado, contemplando aquella imagen, escuchando el incesante trino de un par de golondrinas. Después cayó en la cuenta de que aquellas habitaciones que lo rodeaban, siempre habían estado reservadas a ellos: a la Orden Dorada. Observó las puertas una a una, preguntándose qué encontraría tras ellas si las abría, y echó a caminar hacia su derecha.
A medida que avanzaba, la inquietud se iba haciendo más grande, pero Saga siempre había tenido un buen instinto. Quizá su cosmos estaba aturdido, como él, agotado… mas existían ciertos vínculos que eran imposibles de ignorar. Posó la mano con suavidad en el pomo de una de las puertas, y abrió sin apenas pestañear. Asomó la cabeza, y cuando sus ojos contemplaron la imponente silueta dormida de Aldebarán, esbozó una sonrisa. Cerró de nuevo, no queriendo despertarlo, y reemprendió su camino.
Ojeó cada una de las puertas, a sabiendas de que probablemente cada uno de sus compañeros de Orden se encontraría tras ellas. En cierto modo, no pudo más que sentir un alivio indescriptible, aunque una parte de si le gritara que lo mejor que podía hacer era huir, y cuanto antes, mejor. Se sopló el flequillo una vez más, y sus ojos se quedaron atrapados observando una puerta en concreto.
Sintió su corazón acelerarse, mientras una parte de él anhelaba con todas sus fuerzas abrirla y ver quien estaba tras ella, y otra… le suplicaba que hiciera exactamente lo contrario. Tragó saliva, y con pasos silenciosos se acercó hasta ella. Sujetó la manilla con firmeza, sin embargo, su nerviosismo era tal, que se vio obligado a detenerse. A respirar hondo, mientras su frente reposaba sobre la puerta con suavidad.
Finalmente, apretó los dientes y alzó el rostro. Contuvo la respiración, giró el pomo y empujó la puerta, hasta que pudo ver a su ocupante. Se estremeció, y de nuevo las lágrimas amenazaron con hacer su nunca bienvenida aparición. Cerró rápidamente tras de si, y avanzó hasta quedar junto a la cama.
No se había equivocado, por supuesto que no. Kanon dormía, con un gesto tan tranquilo e inocente en el rostro, que nadie lo hubiera tomado por lo que en realidad era. Se veía inofensivo, cansado… como aquel que duerme tras una larguísima noche de descontrol.
Se sintió incapaz de alejar sus ojos de él. Contempló su melena, más clara que la suya y probablemente algo más corta y desordenada. Delineó el contorno de su rostro, absolutamente igual al suyo, salvo por la cicatriz que adornaba su ceja izquierda, y el tabique nasal sutilmente torcido de Kanon: detalles que nadie notaría de un simple vistazo.
El suave movimiento de su pecho, se le antojo hipnotizante, y nunca supo cuanto tiempo permaneció mirando su silueta dormida. Se atrevió a estirar la mano, y con cuidado, colocó en su sitio la sabana. Hubiera querido tocarlo, comprobar que era tan real como él mismo. Pero el nudo que se apretaba cada vez más en su garganta le impedía siquiera respirar. ¡Y sus ojos! Se secó las lágrimas de un manotazo, y dio un paso atrás.
¡Ni siquiera sabía que hacía allí después de todo lo que les había pasado! Trece años de sangre, odio y sed de venganza. Más de trece años… mucho más. Eran hermanos, hermanos gemelos… pero no había nada, a parte de su aspecto, que les uniera. Todo aquello había desaparecido muchísimo tiempo atrás, cuando él ni siquiera respondía al título de Géminis.
—Kanon… —susurró sin darse cuenta.
Su garganta se quejó. No había pronunciado sonido alguno en años, y ahora, la primera palabra que atinaba a decir, era precisamente aquella. Se alejó un paso más, temiendo que despertara de un momento a otro, mientras un montón de recuerdos difusos amenazaban con volverlo loco.
Recordaba a la gran estatua de Aquiles, allá, perdida en su memoria. Recordaba el sonido de las risas cómplices y de las lágrimas que alguna vez compartieron; el calor del volcán… y después las miradas desdeñosas y las palabras venenosas. El odio reflejado en sus ojos verdes, y la locura desfigurando su rostro.
Recordaba haberlo odiado con toda su alma cuando llegó a Géminis envestido en un sapuri, cuando supo que él había tomado su lugar. ¡Cuánto lo odió en solo un instante! Y también recordaba el modo en que Kanon había apartado la mirada cuando lo tuvo frente a frente y pronunció su nombre.
Saga giró sobre sus talones. No había nada, absolutamente nada, que les mantuviera como hermanos. Nada salvo la sangre que compartían, pero aquello no tenía ninguna importancia. Alcanzó la puerta y dio una última mirada atrás.
Quizá alguna vez se habían querido, y se habían necesitado, pero ya no. Había quedado más que claro. Descubrió lo muchísimo que aún dolía, a pesar del tiempo que había pasado. Y abandonó la habitación.
No tenía nada que hacer allí.
—X—
Cuando abandonó la habitación de Kanon, se encontró en el extraño dilema acerca de qué debía hacer. ¿Quedarse ahí? ¿Volver a su habitación y dejarse llevar por aquel acuciante sueño que se empeñaba en cerrar sus parpados aún en contra de su propios deseos? ¿Esperar a que alguien fuera a buscarlo? Se sopló el flequillo. ¿Quién demonios iba a ir por él de todos modos? ¿Por qué iban siquiera a reparar en su presencia? Estando todos allí, estaba seguro de que él era la última persona a la que deseaban ver.
Así que, con todo eso en mente, decidió que lo mejor era dejar pasar el tiempo. Antes o después Eudora y sus doncellas aparecerían, apremiándolo a volver a la cama. Paseó sus ojos por el jardín una vez más y, finalmente, se sentó con pesadez en uno de los bancos más alejados. Se apoyó en la pared, y dejó caer la cabeza hacia atrás, llevando las rodillas al pecho y rodeándolas con los brazos. Cerró los ojos y se permitió disfrutar de la tibieza del sol del atardecer, que tímidamente llegaba hasta él.
Al igual que le había sucedido innumerables veces aquel día con un montón de detalles, no sabía cuando había sido la última vez que había disfrutado de un momento así: de esa paz abrumadora que parecía haber detenido el mismo curso del tiempo. Se sentía como si jamás hubiera sucedido y, probablemente, tuviera que remontarse muchísimos años atrás, a aquellas noches en las que se escabullía de la cama y, a escondidas, llegaba hasta el templo papal con la esperanza de que Shion le prestase un poco de atención.
Sin embargo, cuando más inmerso se sentía en sus lejanos recuerdos, un par de voces llamaron su atención.
Abrió los ojos despacio, y apenas alzó el rostro unos milímetros, temeroso de que cualquier movimiento brusco pudiera delatar su posición. Buscó la fuente del ruido con la mirada y no tardó en encontrarla.
Aioria hablaba con una de las doncellas. La jovencita, que a duras penas alcanzaría la edad del chico, se afanaba por convencerle de algo que él, desde donde estaba, no alcanzaba a escuchar. Saga ladeó el rostro y buscó el del león. Sus rizos dorados se veían enmarañados, pero de alguna manera, a pesar del cansancio que marcaba sus rasgos, su expresión seguía siendo la misma de siempre: el ceño fruncido, rebosante de determinación y fiereza, con aquella mueca que dejaba en claro que haría únicamente lo que a él le viniera en gana o creyera justo, nada más.
El geminiano sonrió cuando la chica dejó caer los hombros demostrando su derrota. La doncella suspiró y terminó por asentir, señalándole una puerta con un gesto fugaz, dedicándole un último gesto de advertencia. Los labios de Aioria se ensancharon y, Saga supuso, se despidió con un gracias antes de girar sobre sus talones y encaminarse a grandes zancadas hasta el lugar que ella había indicado.
Silencioso, el peliazul contempló cada uno de sus movimientos, maravillándose con todo lo que Aioria, a diferencia de él, podía transmitir en un solo segundo: emoción, alegría, pánico, recelo… Pero, ¿cómo podía culparle por aquel revoltijo de emociones? Él no se sentía muy diferente.
Tras unos segundos de dilación, el león abrió la puerta, avanzó un par de pasos y se quedó completamente quieto: como si hubiera visto a un fantasma.
Sin darse cuenta, Saga se puso en pie, sin querer perderse uno solo de los gestos del menor. No había podido evitar preguntarse a quién había ido a ver con tanta urgencia, pero cuando contempló cada uno de sus gestos, la posibilidad comenzó a tomar forma poco a poco frente a él. La garganta se le secó cuando Aioria avanzó un paso más, pero cuando leyó aquel nombre con tanta nitidez en sus labios, todo se disolvió: todas sus dudas, sus recuerdos incompletos, los vacíos y remordimientos… No quedaba nada en que pudiera pensar salvo en él: Aioros había vuelto.
—X—
Aioria había despertado con dos emociones completamente opuestas apretándole en el pecho. La primera de ellas era asfixiante, sobrecogedora hasta el punto de tornarse dolorosa. Era la sensación de aquel último segundo de vida frente al Muro de Lamentos. Era aquel último suspiro antes de que la fuerza de sus propios cosmos les consumiera. Una bocanada de aire hirviendo que quemó todo a su paso en su interior.
La segunda emoción, en cambio, le traía una abrumadora paz que no había experimentado en años. No recordaba la última vez que se había sentido así: lleno, pletórico…enloquecido de alegría. Cada músculo de su cuerpo se quejaba al moverse, sus ojos aún estaban somnolientos y apenas comprendía nada de lo que estaba pasando. Sin embargo, la anticipación y deseo desesperado de ver su rostro lo impulsaban a moverse de un lado a otro, sin detenerse, hasta encontrarlo.
Desconocía cuanto tiempo había pasado muerto. Tampoco le importaba. Lo que si recordaba a la perfección eran los ojos de su hermano, aquella mirada llena de orgullo que le había obsequiado al encontrarse a los pies del Muro de los Lamentos. Recordaba el sonido de su voz, su tono profundo y el cariño que destilaba. Había estrechado su mano con fuerza, dejándole saber que estaba ahí, con él, hasta el final; y así había sido siempre a pesar de su ausencia. En un instante lo había tenido todo, y también lo había devuelto. Solo le había quedado ese recuerdo, el último de su vida y el que más había necesitado por tanto tiempo.
Era irónico, porque siempre había sido consciente de que su final llegaría en pie de guerra, incluso desde que no era más que un niño. Desde el principio había visto a su hermano ahí, a su lado. Después, la vida se lo había quitado, dejando nada más que tristeza y dolor tras su partida. Pero, en el momento indicado, cuando más falta le hacía, se lo había devuelto.
Sin embargo ya no era la muerte lo que le preocupaba, sino la vida. El por qué estaban vivos, el cómo habían muerto, cuánto tiempo pasaron dormidos; nada importaba ya, porque, en ese mismo día, todos habían renacido. Y, si el león dorado alguna vez se hubiera atrevido a imaginar que merecía un destino diferente al que les había tocado, probablemente hubiese iniciado justo como el despertar de ese día…
Para él, había empezado con la voz de Marin, con ese susurro que había llamado su nombre en medio de la oscuridad y le había traído de regreso al mundo de los vivos.
“Aioria.” Y había sonado precioso.
Después, había continuado con su rostro de plata, con su cuerpo entre sus brazos y el aroma de aquella melena rojiza impregnándose en sus sentidos al abrazarla. Aioria sabía que le había balbuceado toda clase de cosas al oído: lo mucho que la quería, la locura que había sido dejarla atrás. Había hablado de más, probablemente, pero no se arrepentía de ni una sola palabra. Tenía una oportunidad más, una segunda vida que no iba a desperdiciar en arrepentimientos.
Entonces, ella le había dado el regalo más grande de ese día: “Está vivo. Aioros volvió junto con vosotros.”
Todo se había borrado de su cabeza a partir de ese instante. Se había levantado a toda prisa, sin que Marin se atreviera siquiera a intentar detenerle. Su Águila había hecho bien, pues cualquier intento hubiera sido en vano. No existía absolutamente nada que le hubiera hecho renunciar a la búsqueda de su hermano. Así que, tras usar su encanto particular para sonsacar la información que necesitaba de una de las doncellas de Eudora, había ido a su encuentro lo más rápido que le fue posible.
Cuando encontró la habitación correcta, abrió la puerta sin molestarse en avisar su llegada, sin pensar siquiera en la posibilidad de esperar un solo segundo más.
Eudora lo recibió, con esos ojos que siempre parecían darle órdenes… órdenes que siempre, también, solía saltarse. Caminó a zancadas hasta la cama. La mujer y el par de doncellas que la acompañaban se apartaron, permitiéndole ver aquel rostro que tanto había añorado.
Y ahí estaba.
—Aioros. –musitó su nombre, en una escena tan mágica como real; y cuando sus ojos se encontraron con lo suyos, sonrió.
Su mirada, de un añil intenso, era inconfundible, a pesar de que su rostro había cambiado. No era más el crío de años atrás, sino que al igual que ellos, había crecido. Aún así, reconocerlo no había sido un problema. Su sangre lo llamaba y su inevitable parecido lo confirmaba. Aioros estaba de vuelta, como si nunca se hubiera ido. No con los gestos del chico al que Aioria había perdido, pero si con aquel aire de inocencia y juventud que siempre había imaginado que tendría al ser adulto.
Cierto era, también, que a Aioria no le importaba como se viera, solo le importaba tenerlo ahí, consigo de nuevo.
No se dio cuenta en que momento corrió hacia él y lo estrechó entre sus brazos. Al sentirlo corresponder el abrazo, al escuchar su corazón que latía, supo que, si su mundo terminaba ahí otra vez, no le importaría, porque se iría feliz. En los pocos minutos de su nueva vida había sido más feliz que en los veinte años que le precedieron.
—Aioria. –le oyó decir su nombre y no pudo contener más las lágrimas.
—Estás aquí. –masculló, sintiéndose como un niño pequeño, como aquel chiquillo que había esperado por él esa trágica noche.— Te extrañé mucho. Mucho.
—Y yo a ti.
Las mano de su hermano le acarició los cabellos y pudo escuchar el sollozo que le ahogaba también. Por los dioses, que no mentía. No había pasado un solo día de su vida sin pensar en él y anhelando su presencia. Y se lo había devuelto. La vida le había sonreído por una vez.
Rompió el abrazo para mirar su rostro una vez más, hallando sus ojos tan perdidos en lágrimas como los suyos. Se limpió las lágrimas con tosquedad y volvió a abrazarlo, como si solamente al tenerlo entre sus manos pudiera tener la certeza de que no se desvanecería, como un sueño. No estaba acostumbrado a ese tipo de milagros, ni tampoco a esa clase de sensaciones. Usualmente la felicidad era escasa y fugaz, susceptible de desaparecer como un suspiro.
—Por los dioses, mírate. –le dijo el mayor al separarse de nuevo.— Has crecido tanto.
—Te traeré un espejo. Verás que no soy el único que ha cambiado en todo este tiempo. –Aioria rió entre lágrimas.
El santo de Sagitario no contestó, solo esbozó una diminuta sonrisa que poco expresaba de sus sentimientos. No entendía una sola cosa de las muchas que sucedían a su alrededor. Solo sabía que habían transcurrido catorce años. Catorce años de los que no sabía absolutamente nada. Era como si hubiese pasado un largo tiempo dormido, como si todos esos recuerdos que revoloteaban en su cabeza fueran nada más que sueños, sueños doloroso que le herían a pesar del tiempo. Sin embargo, las cicatrices que adornaban su cuerpo le indicaban lo contrario.
Su más grande batalla había llegado y terminado antes de tiempo. El resto era solo oscuridad sin significado. Un gran vacío que solo el tiempo podía llenar.
La vida se le pintaba como un rompecabezas cuyas piezas tendría que recolectar de nuevo y embonarlas, una a una, con paciencia, hasta que todo tomara sentido. Mientras tanto, estaba condenado a la confusión, a vivir consumido por la dudas.
El dolor de sus memorias era intenso e innegable. Se sentía herido por el miedo, la traición y la desesperanza con la que había tenido que dejar atrás todo lo que alguna vez tuviese. En un abrir y cerrar de ojos, le habían arrebatado todo… ¿o sería que él no había sabido defenderlo? Como fuera, no podía negar que, en el fondo, se sentía completamente defraudado por los demás y también por si mismo.
Mirando a Aioria se sentía capaz de olvidar, al menos por un momento. Su pequeño león no era más un cachorro. Era un hombre, forjado por su propio esfuerzo. Un santo como el que Aioros siempre había deseado que fuera.
Se quedó mirándolo por un instante, perdido en sus pensamientos. Mientras más lo veía, más preguntas crecían en su mente. Primero pensaba en lo poco que realmente conocía del león. Obviamente no era el niño travieso y rebelde que recordaba. Después, pensó en lo mucho que tuvo que haber pasado, en todo lo que había sufrido por culpa suya. Aioros se había marchado como un traidor… y la sangre de los traidores no subsistía mucho en un mundo como el de ellos. En su desesperación por salvar a la niña, había sacrificado todo, incluso lo que no era suyo, como la vida de su pequeño hermano.
Sintió deseos de llorar de nuevo y lo abrazó. Había hecho infinidad de cosas mal. Todo había salido mal.
—Lo siento. –le susurró entre sollozos incontenibles y, de inmediato, Aioria se separó de él para confrontarlo. Posó las manos sobre sus hombros y rebuscó por su mirada triste, escondida entre los rizos de cabello castaño.
—No. –le dijo cuando la encontró.— No sientas nada. No te disculpes por nada. No es necesario.
—Nunca quise dejarte así. Nunca imaginé que esto sucedería. –el mayor se mordió los labios mientras las lágrimas rebeldes seguían acariciando su rostro.
—Aioros. –el arquero levantó la vista ante el tono inusualmente serio en la voz de Aioria.— Todo lo que hiciste, fue por Athena… y fue por nosotros, aún si no nos diéramos cuenta de ello. Gracias a ti, Athena vive. Gracias a ella, estamos aquí. ¿No lo ves? La salvaste a ella y nos salvaste a todos. No tengo nada que perdonarte. Absolutamente, nada.
—Pero…
—Oh, basta ya. –el león le sonrió y en esa risa, Aioros descubrió al niño al que tanto había querido. No lo había perdido, seguía ahí, siempre lo estaría.— ¡Estás vivo! ¡Estás aquí! ¡Estás…! –la voz se le quebró.— Estás conmigo.
Y así era. La misma vida que los había separado, los llevaba a reencontrarse de la manera menos esperada. Ambos sabían que no le permitirían alejarlos; no de nuevo.
—¿Todos volvieron?
—No lo sé, creo que si. –respondió el santo de Leo.
—Todos. –pronunció la palabra despacio. Como si temiera que el espejismo se rompiera con el sonido de su voz. Pero de todos, un par de nombres eran especialmente importantes para él: Saga y Shura. Había alguien más, pero…— ¿Aioria?
—¿Si?
—“¿Dónde está Deltha?” –hubiese querido preguntar, pero la respuesta le aterraba. Si no estaba ahí era por una razón. Si no estaba ahí, era porque seguramente la había perdido.
—¿Aioros? ¿Qué ibas a preguntar? –el aludido se respingó y alcanzó a encogerse de hombros.
—Todo y nada, a la vez. Hay mucho de que hablar. –le dijo al más joven. Aioria asintió.
—Y tenemos una vida entera para hacerlo.
—X—
Se escabulló hasta quedar a pocos pasos de la puerta, pero no tuvo el valor suficiente como para asomarse. Quizá no solamente era cuestión de valor… sino que sabía de primera mano lo muchísimo que había sufrido Aioria, lo difíciles que habían sido todos aquellos años. Más de trece, Aioros llevaba más de trece años muerto. ¿Con qué derecho podía, precisamente él, interrumpir un momento como ese?
Se apoyó en la pared, y a riesgo de sentirse como un chismoso, fue incapaz de alejarse y perderse aquella conversación. El nerviosismo en su estómago poco a poco fue creciendo hasta tornarse casi insostenible, y de pronto, en medio del barullo de Aioria, escuchó su voz.
Aioros se oía sutilmente diferente a como lo recordaba, no eran más que un par de adolescentes entonces. Ni siquiera podía imaginar cómo se veía. Sin embargo, en medio de su confusión, cada palabra que abandonaba sus labios traía multitud de imágenes a la mente de Saga. El peliazul cerró los ojos, dejándose llevar por las inesperadas sensaciones que el par de hermanos le estaba provocando. Sonrió, sin ser consciente de ello, al reparar en la exultante felicidad de los otros dos, pero era una sonrisa amarga.
Él les había arrebato todo, de una manera un otra. No había hecho nada por evitarlo. Nada había servido. Y esa nada, había llevado a uno a una muerte espantosa y a otro…
Se paso los dedos por la melena y se humedeció los labios. No importaba. Nada de eso importaba en aquel momento. Aquella realidad con la que se había topado de golpe, había cambiado radicalmente con la presencia del arquero. Estaba preparado para lidiar con muchas cosas sin siquiera pestañear. Sabía de sobra que todo aquello dolería, pero se había acostumbrado. Sin embargo, no estaba tan seguro de qué sucedería cuando los ojos azules de Aioros se posaran sobre él otra vez.
Suspiró y se sobó los ojos, sintiéndose sumamente apesadumbrado pero sorprendentemente despierto. La voz del arquero lo había sacudido más de lo imaginable. Los mismos años había separado a Aioria y a Aioros, que a él y Kanon. Pero estaba más que seguro, que su gemelo y él jamás mantendrían una conversación como aquella. Jamás. Nunca lograrían demostrarse amor, admiración, ni mucho menos devoción. No estaba siquiera seguro de que pudieran mirarse a la cara… y los temores que antes le sacaran de la habitación de Kanon, volvieron haciéndose aún más pesados y dolorosos. Quizá Kanon era su sangre, su otra mitad; pero Aioros, aún no compartiendo nada de eso, había sido mucho más hermano para él.
Sin embargo, ahora que podía escuchar su voz, cosa que nunca había pensado que pudiera volver a hacer… empezaba a sentir el insoportable peso de su conciencia sobre él. No tenía la menor idea de cómo aligerar mínimamente el peso de su pasado, ni de cómo enfrentarlo.
Estaba absolutamente perdido.
—X—
Cuando Milo despertó, sintió la irrefrenable necesidad de salir corriendo de la habitación: salir y contemplar el mundo en su plenitud, contemplar la paz que tenían que haber alcanzado de un modo tan arriesgado. Ni siquiera se molestó en calzarse o ponerse encima la camisa que esperaba por él en el aseo. Apuró el paso, hasta que el sol del atardecer lo deslumbró por un instante, y cuando los mil colores del jardín llegaron a sus ojos, sonrió. Una sonrisa de verdad, amplia, sincera; cargada de alivio y de cierta felicidad.
A lo largo de su vida había pensado innumerables veces en como sería su muerte: sin duda heroica y fabulosa, digna de un héroe de cuento. Quizá no había sido tal y como lo había imaginado, pero desde luego que lo que nunca se había planteado siquiera, era volver. Pero ahí estaba. Vivo, y cada latido de su resucitado corazón era como una inyección de adrenalina difícil de soportar.
—¡Aldebarán! –exclamó, sin importarle lo más mínimo que su voz sonara más alta y chillona de lo que correspondía a un lugar de reposo como aquel. Se acercó a toda prisa hasta el gran toro dorado, que había volteado inmediatamente a verlo con una sonrisa enorme plasmada en el rostro y casi saltó a sus brazos.
—¡Milo! –Aldebarán lo estrechó en un abrazo. Era imposible de describir lo que sentían, la felicidad que de alguna manera les invadía, a pesar de que en algún rincón de sus mentes supieran la dificultad de los momentos que les quedaban por atravesar.
—Me alegro verte.
—Yo también, yo también. –palmeó su espalda con alegría. ¿Qué importaba lo complicado que se viera el futuro? Sus vidas habían sido de todo menos sencillas.
—¡Maestro! ¡Debes tener cuidado! –inmediatamente, ambos voltearon en la dirección de aquella voz tan conocida.
—Tranquilo, Kiki, ¡estoy bien! –El pequeño lemuriano se veía inusualmente preocupado, con aquel mohín serio, a la par que emocionado, mientras contemplaba el lento caminar de Mu. El ariano revolvió su cabellera rojiza con un cariño inconmesurable, y se acercó con tranquilidad hasta Milo y Aldebaran.
—Os veis bien. –dijo con suavidad.
—¡Has crecido, Kiki! –tal y como Mu hiciese antes, Aldebaran se afanó en revolver su pelo.
Había extrañado, allá donde quisiera que pasasen aquel tiempo, las cosas sencillas de la vida. Las sonrisas como aquella, la felicidad por saberse de vuelta, la certeza de que todo había salido bien, a pesar de que nadie se lo hubiera confirmado… Sin embargo, cuando reparó en la multitud de puertas que aún se mantenían cerradas, sus ojos viajaron involuntariamente a los de sus acompañantes, que parecían haberse fijado exactamente en lo mismo.
—Hemos vuelto. –murmuró Milo, sin rastro alguno de la euforia que solamente unos minutos antes se adueñase de él. Aldebarán y Mu asintieron.
—Eudora dijo que todos habían despertado ya. –Inevitablemente, los tres voltearon al joven aprendiz.
—¿Todos? –preguntó el peliazul. Kiki asintió, guardando silencio ante el inesperado e indescriptible gesto que surcó el rostro del peliazul. A pesar de la emoción inicial, la situación resultaba de lo más extraña e irreal.
—Todas vuestras preguntas serán respondidas, solamente tened un poco de paciencia. –Inmediatamente, todas las miradas se centraron en él.
Shion sonrió suavemente, aunque se encontró observándoles con especial interés. Salvo a Mu, sus ojos no habían tenido la fortuna de contemplar a ninguno de los otros dos en más de una década. Ni siquiera conocía al pequeño pelirrojo. Pero aquello era lo de menos… ¡Estaban tan cambiados! Eran pequeños niños que se marcharon entre lágrimas la última vez que les vio. Niños inocentes, llenos de sueños y fantasías… Ahora tenía frente a sí a parte de su ejercito de élite, aquel al que había llegado a conocer con cuentagotas.
—Maestro… —murmuró Milo estupefacto.
—Hola, Milo. –Shion sonrió enternecido. Ahí estaba, el benjamín: el pequeño terremoto que había puesto patas arriba todo el Santuario de la mano de Aioria.— Has crecido.
—X—
Shion frotó sus manos en un gesto de nerviosismo puro. Levantó la mirada para observar aquella puerta una vez más y no pudo evitar pensar en el gran momento que se avecinaba. Detrás del portón de madera adornada con plata y oro, sus niños esperaban por él. La espera había sido larga, casi eterna. Desde que abriese los ojos en la Fuente, había ansiado por verlos juntos y, por fin, el momento había llegado. Sin embargo, al mismo tiempo, una poderosa sensación de incertidumbre se había apoderado de él y, con toda seguridad, del resto de ellos. Nadie sabía lo que deparaba la vida de ahí adelante. Nadie, tampoco, sabía lo difícil que sería todo en el futuro, ni lo complicado que su mundo se tornaría a partir de entonces. Solo sabían que, de alguna manera, estaban vivos y, junto con ellos, había revivido muchas cuestiones inconclusas que tardarían un tiempo en dejar de hacer daño.
Suspiró lentamente, buscando hasta la última gota de fortaleza en su ser e hizo una seña a los guardias que resguardaban la entrada, para que le dejasen pasar. No podía dejarlos esperando más.
Conforme la puerta fue abriéndose, Shion pudo distinguir cada uno de sus rostros alrededor de la gran mesa redonda y una emoción infinita hizo eco dentro de su pecho. Estaban ahí, reunidos de nuevo.
Mu, Shaka, Camus, Aldebarán, Shura, Milo, Afrodita, Máscara Mortal… Kanon y Saga.
Se mantuvo de pie, escuchando el chirrido de la madera cerrándose detrás de si, y por primera vez en mucho tiempo los tuvo frente a frente. Le fue imposible apartar la mirada de ellos, aunque los ojos de más de uno, rehuyeron a los suyos. Descubrió entonces lo mucho que habían cambiado y lo poco que había visto de ellos durante la invasión al Santuario en aquella noche de pesadilla.
Lo primero que notó fue una confusión terrible en sus miradas. Después, encontró una mezcla de emociones que le resultó devastadora. Se preguntó si sus propios ojos eran tan cristalinos como los de ellos. Había elegido no usar la máscara a partir de ese momento, pero comenzaba a dudar de la decisión que había tomado. Y era que, al igual que el resto de sus santos, dentro de él había un océano incontrolable de sentimientos encontrados.
Hizo el esfuerzo más grande de ese día al esbozar una sonrisa diminuta mientras lidiaba con el nudo en su garganta que amenazaba con disolverse en lágrimas. Tenía tantas cosas que decirles, había mucho de que hablar, y el momento de las verdades estaba vez más cercano que nunca.
Notó también las ausencias, a pesar de mantenerse centrado en los presentes. Encontró las miradas huidizas de Máscara Mortal y de Afrodita. También los ojos interrogantes de Milo, Aldebarán y Mu. Del mismo modo, encontró el recelo y prudencia de Camus y Shaka, y la tristeza matizada con temor de Shura. Incluso le sorprendió la mirada de Kanon, probablemente la que menos había cambiado de todas: repleta de rebeldía, de osadía, aunque ligeramente adornada con curiosidad. Pero, por sobre todo, reparó en los ojos afilados de Saga, en esa mirada esmeralda, dura, dolida, pero a la vez, inescrutable.
Era precisamente el santo de Géminis quien lucía más entero de todos. Su rostro denotaba rasgos de cansancio, como los del resto, más su mente parecía más despierta y aguda que la de los demás.
—Maestro. –Mu susurró y la simple palabra trajo una bocanada de alivio para el Patriarca.
Le saludó con un gesto de cabeza mientras tomaba asiento en su silla, la misma que había usando por más de doscientos años; y, aunque no lo dijo de inmediato, se sintió terriblemente emocionado de tenerlos, por primera vez, a su alrededor: a ellos, a sus chicos.
—No os imagináis la alegría que me da teneros de regreso a todos. –dijo, tras tomarse unos segundos para contemplarlos en plenitud.
—No, no a todos. –Kanon le confrontó. Sus ojos viajaron hacia los tres asientos vacíos, con especial ahínco en el de Sagitario.— Él regresó también, ¿no es así? Aioria estaría aquí de otro modo. ¿Dónde está?
—Estará aquí en un minuto. –le respondió el Patriarca.
—¿Aioros también? Por los dioses, esto es una locura… —susurró el escorpión. Cierto era que demasiadas cosas sucedían, demasiado rápido.
Pero sus palabras no encontraron eco en la sala, a pesar de ser compartidas por todos los que estaban ahí. Habían vuelto en medio de un misticismo incomprensible, incluso para ellos. Su despertar había sido violento y lleno de confusión. Hasta sus cosmos se sentían incontrolables, resultando inestables desde el principio. Pero, lo más aterrador había sido la incertidumbre, sus dudas y cuestionamientos que habían sido relegadas hasta ese punto, en que muchas de las respuestas que buscaban serían encontradas.
Y aquello que tanto necesitaban se acercaba a pasos agigantados…
Escucharon el golpeteo de las lanzas de plata que los guardias de afuera sostenían y, con sonido ronco, la puerta volvió a abrirse lentamente. Todas las miradas giraron hacía ahí, una a una, con una curiosidad insaciable.
Dohko fue el primero en aparecer. Su rostro y cuerpo eran jóvenes de nuevo, como sucediese con el mismísimo Shion. Las señales del largo e inconsistente sueño nublaban su semblante. Sin embargo, no era el chino quien acaparaba la atención de todos, ni Arles, quien fue él último en entrar antes de cerrar la puerta tras de sí. Tampoco lo era Aioria, que caminaba unos pasos detrás de Dohko. No, no era ninguno de ellos. El dueño de las miradas venía al lado del león, con el cuerpo tenso y la mirada insegura oculta entre un montón de mechas castañas desordenadas.
—Aioros… —el nombre surgió de la garganta de Shura como un doloroso gemido que retumbó en la habitación.
Hubo rostros que no se molestaron en disimular la sorpresa y hubo otros que se esforzaron en controlarla. Hubo también miradas recelosas, doloridas e indescifrables. Saga poseía una de las últimas. Se mantuvo en su asiento, con la espalda recargada en el respaldo y los brazos cruzados sobre el pecho; tan quieto como una estatua. Solamente sus ojos verdes seguían cada paso del recién llegado con detenimiento, pero sin emoción alguna en ellos. Poco podían saber de lo revuelto de sus pensamientos y de su corazón. Sentía sus latidos haciéndole eco en la cabeza y la piel se le erizó al observar al santo de Sagitario tomando su lugar en la enorme mesa de mármol.
Entonces, los ojos azules de Aioros chocaron con los suyos y una avalancha de pensamientos le sobrevino. Sus emociones se convirtieron es una montaña rusa, yendo y viniendo al ritmo de sus recuerdos, desde los años tranquilos de su niñez hasta la última mirada cargada de terror que compartieron junto a la cuna de la pequeña Athena.
Consiguió sostenerle la mirada al arquero hasta que éste la apartó. A diferencia de si mismo, los irises cerúleos de Aioros revelaron cada sentimiento con una transparencia absoluta. La mirada que el castaño le dirigió era dura, con una pizca de tristeza y una enorme cantidad de desconcierto. Sin embargo, el encuentro fue fugaz, pues rápidamente, Aioros apartó la mirada para sembrarla en el rosa del mármol frente a él.
A pesar de todos los años transcurridos, Saga sentía que aún le conocía mejor que nadie, por lo que notar su temor, su inseguridad, no le fue difícil. Con todo lo estoico que el arquero se quisiera mostrar hacia el resto, el geminiano sabía que algo dentro de él estaba roto… y repararlo sería terriblemente complicado.
No se lo diría ni siquiera a si mismo, pero aquella efímera mirada le había dolido también. Todas esas emociones del que fuera su amigo más querido le hacían víctima y victimario a la vez. Hacerle daño no había sido su decisión, más tampoco había hecho nada por defenderle del cruel destino que Ares había escogido para ellos. Por catorce años, Aioros había estado muerto y él había deseado estarlo con locura.
—Hijo, es una gran bendición tenerte de regreso. –Shion habló y sacó a Saga de sus divagaciones.
Su mirada volvió a centrarse en Aioros, quien solo asintió torpemente a las palabras del viejo lemuriano. Saga le vio esbozar una sonrisa que, aunque guardaba cierta sinceridad, también dejaba el amargo saber de la falsedad en los labios.
—Yo… yo también me alegro estar aquí. –dijo el arquero.
Incluso su voz había cambiado. Se había tornado ligeramente más grave, aunque la suavidad con la que pronunciaba las palabras no se había perdido en lo más mínimo. Fue en ese momento que Saga cayó en cuenta de que, muy a pesar de su apariencia, Aioros seguía siendo el mismo crío que conociese años atrás. Lucía como un hombre joven, que le igualaba en años, pero también denotaba las facciones del adolescente que nunca fue. Sus ojos seguían siendo de un azul profundo y sus mejillas, a pesar del agotamiento físico que les aquejaba, denotaban aquel tono rosáceo que contrastaba delicadamente con el tono apiñonado. Había crecido sin perder las facciones, hasta cierto punto aniñadas, que siempre le caracterizaron.
Saga también contempló por un segundo a Shion. Su apariencia joven era, sin lugar a dudas, inquietante y, por momentos, desconcertante también. El anciano que le criase cuando era solo un niño, había dejado de existir. Algo tenía que reconocer, sin embargo: las expresiones jóvenes y más suaves del Patriarca resultaban mucho más sencillas de leer ahora… ¿o sería que él había aprendido a esculcar las mentes ajenas a través de los ojos? Quizás era lo último, pues supo de inmediato que a pesar de la alegría que Shion sentía por tenerles ahí, su dicha distaba mucho de ser completa. El camino hacia la cima era empinado y difícil de seguir. Estaban vivos, pero eso no significaba que sus pesares hubieran terminado.
De todos, quizás Aioria era el único que podía sentirse pletórico de haber recobrado a la persona más importante de su vida. Saga lo notaba en el brillo que irradiaban sus ojos verdes a pesar del cansancio, así como en la adoración que despedía en cada mirada que dedicaba a su hermano. Había sido testigo indiscreto de ello en la Fuente de Athena y, mientras más lo pensaba, más envidiaba la capacidad del león de sentirse así.
En algún punto, cuando Milo buscó la mirada de Aioria para regalarle una sonrisa cómplice, incluso envidió la capacidad de compartir ese momento. Por mucho que le reconfortarse la idea de tener a Aioros de regreso, las nubes negras en el horizonte desataban un temor que sobrepasaba cualquier otro sentimiento. No tenía miedo a ser refutado, ni tampoco temía a los reproches, pues era consciente de que bien los merecía en algunos casos. Sabía que sus explicaciones no eran suficientes y, aunque suplicaba por no tener que dar ninguna, estaba dispuesto a decir solamente lo que fuera necesario y nada más. No le atemorizaban las miradas de odio, por mucho que dolieran, ni el desprecio que, sentía, se había ganado a pulso. Su temor era otro, más profundo y menos obvio, pero igual de insorteable. Su miedo radicaba en la inmensa soledad que esperaba por él y de la que no podría escapar.
—Ahora que estamos todos, es buen momento para comenzar, ¿no te parece, Shion? –Kanon, a su lado, habló. Pero lo único que el santo de Géminis hizo fue observarle de soslayo.— ¿Cómo hemos llegado a este mundo de nuevo? Los dioses nos juzgaron. Tú estabas ahí, todos lo estaban. Nuestros destino era permanecer sellados por la eternidad. ¿Qué ha sucedido?
La primera pregunta, cuya respuesta era la más esperada y la menos comprendida por todos, había sido formulada.
—Para responderos, debo comenzar por el principio. –Shion suspiró. Miró a Arles y después a Dohko en busca de su respaldo. Al recibirlo, se animó a continuar.— Sabéis que, tras vuestro sacrificio en el Muro de los Lamentos, los santos de la esperanza encontraron el camino hacia los Elíseos, donde enfrentaron al poder de Hades y le vencieron en nombre de nuestra princesa. Al caer su señor, los límites del Inframundo perdieron fuerza. Sin jueces, ni espectros, para mantener el orden, las almas que ahí se encontraban fueron liberadas de las ataduras que las obligan a permanecer en el Infierno. Athena usó su cosmos para mostrarles el camino de regreso y escaparon. Todos los santos y amazonas de esta generación que se encontraban muertos fueron revividos, gracias a la protección de nuestra diosa e impulsados por el coraje de sus propios espíritus.
—¿Todos?
—Así es, Aioros. Todos. –pero solamente un nombre importaba al arquero.
—Eso no explica como llegamos aquí. –una vez más, Kanon se hizo de la palabra.
—No, pero fue el precedente para la gran decisión de Athena. –asintió el lemuriano.
—A partir de ese momento, Kanon, la princesa no dejó pasar un solo minuto sin cuestionarse cada posibilidad, por mínima que fuera, para traeros de regreso. –Arles terció. Él había estado ahí, a cada paso de la joven Athena.
—Pero el poder de un solo dios no bastaba para liberar aquello que el Olimpo entero había confinado al olvido. –las miradas regresaron a Shion, quien retomó la palabra.— Sin importar cuanto lo intentara, el poder de Athena no era suficiente para romper un sello de semejante potencia.
—No entiendo, Maestro…
—Athena recurrió a sus aliados, Mu. Fue por aquellos en quienes podía confiar y que le necesitaban tanto como ella a ellos: Hilda de Polaris y Poseidón. –hizo una pausa en la que la respiración de cada santo ahí presente se detuvo.
—¿Asgard y… Atlantis? –Shion asintió a la pregunta de Aldebarán.— ¡Ambos trataron de destruirnos en el pasado!
—Y, al igual que Athena, ambos sufrieron pérdidas dolorosas e invaluables en el proceso.
—Eso… ¿cómo nos deja? –preguntó Milo. Del otro lado de la mesa, el Patriarca notó el rostro inusualmente tenso de Kanon.
—Nos deja tan en deuda con ellos, como a ellos con nosotros. Nos deja en paz.
—La señora Hilda, el joven Poseidón y la princesa se reunieron en este mismo Santuario. –Arles volvió a tomar la palabra.— Discutieron por horas y horas, cada detalle, cada posible consecuencia y cada sacrificio.
—¿Sacrificio? ¿De qué estás hablando? –y, aunque las palabras surgieron de la boca de Aioria, las miradas afiladas nacieron de cada santo alrededor de la mesa.
—Veintiocho vidas, veintiocho almas, Aioria… cada una tiene un precio.
—El precio ha sido alto, pero la princesa, Hilda y Poseidón decidieron pagarlo con gusto.
—Explícate, Shion. –demandó Kanon. Ni a él, ni a nadie, le estaba gustando el giro de esa conversación.
—Los dioses han demandado una sola cosa de nuestros jóvenes señores y han agregado una condición más al pacto de liberación. La demanda, tal como imagináis, es aquello que trae vida: sangre, sangre divina. Athena, Hilda y Poseidón han entregado parte de su vida mortal a cambio de la nuestra.
—¡No! –Milo se puso intempestivamente de pie. Sus manos golpearon el mármol con fuerza.— ¡Es nuestro deber protegerla a ella, y no del otro modo! Cada sacrificio que hemos hecho es por ella, por Athena. Nada tiene sentido si la perdemos. ¡Nada!
—Milo, tranquilízate.
—Pero está en lo cierto, Maestro. –Camus dijo con suavidad. Sus modos eran menos impulsivos que los del escorpión, más sus ideas eran las mismas.
—Athena quiso hacer esto por vosotros. Su único deseo, lo único que la haría feliz, era teneros de regreso y daros la oportunidad de disfrutar la vida que os había sido arrebatada. –el santo de Altair les dijo, y el tono en su voz denotaba una seguridad abrumadora.— Athena tampoco está muerta, ni la hemos perdido.
—¡Quiero verla!
—Podréis hacerlo, si así lo deseáis, al terminar esta reunión. –intervino el lemuriano.— Ella se encuentra descansando en sus aposentos. El esfuerzo ha sido desmedido para su cuerpo mortal. Su recuperación será lenta, pero no hay ninguna duda de que la tendremos de regreso con nosotros. Athena jamás se atrevería a hacer de menos vuestro sacrificio, hijos. Ella honra y siempre honrará la memoria de vuestros esfuerzos.
Milo pareció calmarse, al igual que las miradas aprehensivas que se había dibujado en los rostros de sus hermanos de Orden. Athena, por sobre todo en ese mundo, era su razón de vida… y también de muerte. Tal como el santo de Escorpio había espetado, su sacrificio había sido por ella y jamás se arrepentirían de ello, ni se perdonarían ocasionarle algún daño.
—Al igual que Athena, Hilda y Poseidón se encuentran en un estado delicado. Tanto Asgard como Atlantis, se encuentran blindados. Por órdenes de nuestra señora, el Santuario también se ha convertido en una fortaleza de la que nadie puede salir, ni entrar. Con nuestros dioses regentes ausentes y con las fuerzas de élite en franca recuperación, no podemos darnos el lujo de cometer ningún error. Habréis notado que vuestros cosmos, así como el mío, todavía son inestables y difíciles de controlar. –Shion continuó.
—¿Temes que este momento de debilidad sea aprovechado por algún otro enemigo? –en esa ocasión, Shion meneó la cabeza como respuesta a Shaka.
—El mundo se encuentra en paz. Como os dije antes, Asgard, Atlantis y el Santuario se han convertido en aliados. A pesar de eso, ni la princesa, ni yo mismo, queremos correr riesgos.
—Hablaste de una condición más, Shion. –la sorpresiva intervención de Saga atrapó la atención de todos. Seguía con los brazos cruzados y la espalda apoyada en la silla, tal como había permanecido desde el inicio de la conversación.— ¿De qué se trata?
—Así es, Saga, y aunque no está directamente relacionada con nosotros, la condición ha sido… difícil para nuestra princesa. –suspiró.— Zeus, como padre de los dioses y hablando en su nombre, ha ordenado a Athena la liberación de sus santos divinos. Seiya, Shun, Shiryu, Ikki y Hyoga han de regresar al mundo, sin memorias de las guerras peleadas, ni cosmos que les permitan levantar los puños en contra de los dioses de nuevo. Athena ha accedido.
Las expresiones en sus rostro mutaron rápidamente. Esos niños, a los que los dioses tanto temían, eran lo más cercano que la joven princesa tuviera. Habían sido su apoyo, su fuerza, su pilar… incluso más. Perderlos, a cambio de sus vidas, era quizás el sacrificio más grande que la diosa había podido hacer.
—Seiya y los demás son… —Aioria musitó.— …Son sumamente importantes y queridos por Athena. Renunciar a ellos significa…
—Athena es consciente de lo que significa, Aioria. –Arles le interrumpió.— No ha sido fácil tomar esta decisión, pero ella sabe que, de este modo, no solo ha conseguido traeros de regreso y sellar la paz con Odín y Poseidón, sino también es una forma de retribuir los esfuerzos y sacrificios de sus santos. Los echará de menos y sufrirá su ausencia cada día, eso no lo dudes. Sin embargo, les entrega también la oportunidad de hacerse una vida propia, lejos de la sangre y dolor que los ha marcado desde el principio de sus vidas. La princesa me dijo que el hombre que la crió, Mitsumasa Kido, arrebató la inocencia de los chicos. Pues bien, ella está dispuesta a devolverles lo que les fue quitado y, si para ello, debe renunciar a ellos, es un sacrificio que gustosamente hará. Es una decisión que ha sido tomada. No hay marcha atrás.
—Era lo mejor para ellos… lo justo. –el santo de Libra dijo. Su corazón era un mezcla de sentimientos encontrados: entre el dolor de perder a Shiryu y la tranquilidad de saber que cada esfuerzo del dragón había sido recompensado por su diosa.
—Vuestras vidas tienen un valor incalculable para nuestra princesa. Espero lo comprendáis. –sentenció el santo de Altair.
El resto de los santos dorados no se atrevieron a pronunciar ninguna palabra más. No había nada que pudieran decir, todo estaba dicho y decidido. Solamente Aioros, en su lugar, cerró los ojos y sacudió la cabeza sutilmente. Escuchaba las explicaciones con atención, pero comprendía poco de lo que sucedía. Mientras más pensaba al respecto, más notaba el gran agujero oscuro y sin sentido que era su mente.
Sentía un deseo enloquecedor por preguntar. Tenía miles de dudas en la cabeza… tenía catorce años de preguntas sin responder.
Se mordió los labios, sintiendo un frustración enorme y una rabia casi tan grande. En algún punto, también sintió deseos de llorar, pero se contuvo de alguna forma milagrosa. Estaba completamente fuera de lugar, rodeado de rostros, voces y vidas que ya no conocía. Por donde mirara, solo veía confusión y, sin importar las explicaciones, sus cuestionamientos, lejos de resolverse, aumentaban. Se sentía al borde de la locura; cansado e, inesperadamente, vencido.
Sus recuerdos eran poquitos y muy brumosos. Recordaba momentos que ahora parecían sin importancia y situaciones que ni siquiera alcanzaba a comprender. Se sentía sumamente herido, pero a la vez, terriblemente culpable. Por un breve segundo, efímero como un respiro, se sintió incapaz de sobrellevar la dantesca tarea de recuperar su vida y deseó no haber regresado al mundo de los vivos… no de ese modo.
—Aioros, ¿estás bien? –oyó el susurró de la voz de su hermano y asintió.
—Estoy un poco confundido, es todo.
Aioria abrió ligeramente los labios, más ni un solo sonido los abandonó. Volteó en busca de la mirada de Shion y, al encontrarla, sus ojos suplicaron por respuestas para su hermano. Exhaló, con más fuerza de la que le hubiera gustado, y tragó saliva a sabiendas de que, quisiera o no, esas respuestas alzarían ampollas y harían daño. Dolerían.
—Hay mucho que tienes que saber. –le dijo, por fin.— Así que presta atención.
La caja de Pandora estaba a punto de ser abierta.
—X—
Había abandonado la Fuente tan pronto como sus ojos se hubieron acostumbrado a la vida recién recuperada. Nikos no había atinado siquiera a pensar acerca de qué hacía allí o cómo había sucedido. Simplemente, en el preciso instante en que su mirada violeta se fijó en el impoluto techo sobre él, supo que había vuelto. Oteó la estancia, y con cierto disgusto, comprobó como la cortina que separada cada cama estaba echada. Frunció el ceño suavemente, se calzó las sandalias y echó a andar, olvidándose de la curiosidad inicial que despertaban sus desconocidos acompañantes.
El sol, aún brillaba tenuemente en el horizonte, iluminando con sutileza la fachada trasera del fabuloso templo de Piscis. Volteó sobre su hombro, comprobando que, tal y como sus recuerdos dictaban, el templo papal se erigía a sus espaldas, y sin más miramientos, comenzó el tedioso descenso de la escalinata zodiacal.
No había nadie. Allá dónde mirase, todo estaba inusualmente tranquilo y silencioso. Podía escuchar, o creía hacerlo, las olas rompiendo en la lejanía, y el graznido de las gaviotas; pero no había rastro alguno de la algarabía que había caracterizado al Santuario donde él creció.
Contempló asombrado las cicatrices que surcaban paredes, columnas y suelos de aquellos palacios a los que siempre había observado con recelo. ¿Qué había sucedido? ¿Dónde estaban todos? ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Dónde estaba Naia?
Sus ojos se humedecieron sin previo aviso, y el esfuerzo del descenso se cobró su precio cuando logró llegar a los pies de Aries. Se dejó caer en uno de los escalones, con la respiración tan agitada que su pecho dolía y sus ojos no atinaban a enfocar correctamente.
Intentó encender su cosmos, pero fue incapaz. Podía sentir aquel viejo hormigueo en las yemas de sus dedos, pero nada más. Ni una pequeña chispa de luz iluminó sus manos. Se revolvió el pelo azabache con hastío, y dio una gran bocanada de aire con la única intención de calmar su creciente nerviosismo. Mantuvo los ojos cerrados durante unos minutos, hasta que todo a su alrededor pareció calmarse, y con ayuda de sus manos, se puso en pie.
Dio un último vistazo a las Doce Casas, aunque desde donde estaba, Aries acaparaba toda su atención. Lucía prácticamente como nuevo y por lo que veía, alguien se había molestado en despejar la entrada. Los pedazos de roca y mármol se amontonaban a los lados, ordenados dentro de su propio desorden. El santo de Orión frunció el ceño cuando se fijó con más detenimiento en el suelo que pisaba. La milenaria piedra gris estaba ennegrecida, calcinada en su mayor parte; destacando en ellas únicamente las finas y perfectas grietas que parecían haber sido cortadas a cuchilla. Habían intentado limpiarlo, era obvio, pero no habían tenido demasiado éxito en la empresa: lo que fuera que había quemado aquel suelo, era tan ardiente como el mismo sol.
Tragó saliva, y sin darse cuenta, retrocedió poco a poco, igual que si el primer Templo fuera el origen de un inminente desastre. Cuando quiso darse cuenta, había echado a correr y, empapado en sudor, solamente se detuvo cuando las gradas del viejo coliseo se aparecieron en la lejanía.
Naia. Solamente podía pensar en ella, en su pequeña hermana revoltosa. ¡No podía sentirla! ¡¿Dónde estaba?!
—X—
—¿Qué es lo último que recuerdas? –preguntó Dohko con suavidad.
Aioros posó sus ojos sobre él, durante unos segundos de silencio ensordecedor. La mirada tranquila y llena de sabiduría del anciano de los Siete Picos permanecía en aquel cuerpo joven, aunque de momento no bastaba para reconfortar al arquero y a su espíritu contrariado.
En realidad, mientras más notaba los cambios, más aterrado se sentía. Había muerto con innumerables cuestionamientos y, del mismo modo, había despertado con todavía más de ellos. La pregunta más grande era: ¿Estaba listo para vivir una vida que ya no le pertenecía?
Se llevó las manos a la cabeza y hundió los dedos entre sus rizos castaños. Los recuerdos fluyeron en su cabeza, como un río de emociones que no alcanzaba a controlar. En los rostros de sus compañeros veía historias que habían quedado inconclusas… al menos para él. Veía rasgos conocidos, pero hombres desconocidos. Le consternaba saber que probablemente jamás entendería del todo y, sino lo hacía, terminaría por perderlos para convertirse en un extraño a sus ojos. ¿Soportaría perderlos de ese modo? ¿Tendría las fuerzas para aferrarse a ellos?
Relamió sus labios resecos, sintiéndose terriblemente nervioso. Sentir las miradas sobre él no ayudaba a su causa, en especial cuando se trataba de un par de ellas.
La de Saga lo taladraba, acrecentando sus dudas. Por años se había acostumbrado a ser el único que comprendía la intricada mente del geminiano. Se sabía su amigo, su confidente, su hermano. Pero todo aquello había desaparecido. La única certeza que siempre había tenido en ese mundo bizarro al que pertenecía era precisamente él: Saga. Y, sin embargo, con todo lo importante que había sido, ahora, no era más que un desconocido de mirada dura y gestos severos que lo amedrentaban.
La otra mirada era una que le revolvía por dentro. Shura… Shura y esos ojos oscuros que derramaban dolor.
Cada vez que lo veía, era como si sus recuerdos se dispararan, como si se hubiera visto de nuevo en aquel campo de batalla, con los ojos rabiosos y llenos de desprecio del español sobre si. Recordaba la sangre, las recriminaciones y la amarga despedida. Shura había sido su única esperanza en aquel entonces, el último recurso en medio de sus desesperación. Y, lejos de convertirse en su salvación, Shura había terminado sellando su mortal destino.
Apretó los puños, tensó la mandíbula y bajó el rostro. En aquel entonces le había dolido muchísimo y aún lo hacía, Pero, de pronto, sentía el verdadero ardor de la rabia en su pecho y el ahogo de las palabras que no surgían de su boca. “Cálmate. Solo habla” se dijo. Suspiró mientras sus ideas caían a poco en orden, hasta que por fin se sintió listo para responder.
—Recuerdo esa noche, a la bebé y a… a… —clavó sus ojos en Saga.— …no sé quien era, pero…
—Ares, era Ares en el cuerpo de Saga. –Shion le interrumpió.
—¿Ares? –Aioros susurró para si mismo. Poco a poco, todo parecía tomar sentido.— ¿Fue él quien se deshizo de vosotros? De ti, de Arles… de Kanon. –preguntó.
—Oh, arquero, el mío fue un caso diferente. Muy diferente. Para cuando Ares llegó yo ya estaba lejos, más de lo que él pudiera imaginarse. –el gemelo menor sonrió con amargura. Miró de soslayo el gesto inmutable de su hermano y una ola de furia golpeó su interior.— Irónicamente, el hombre que quiso asesinarme terminó por salvar mi vida. Lástima que tu suerte fue diametralmente distinta. –escupió en busca de alguna reacción en Saga que jamás consiguió. Nada… ni siquiera un pestañeo.
No así, el resto de los santos se revolvieron entre incómodos y contrariados por la verdad espetada. Varias miradas fueron intercambiadas, pero los labios de todos permanecieron sellados.
El arquero contempló las reacciones en completa incredulidad. Su mente había comenzado a atar cabos y a hacerse de conjeturas que no le estaban gustando, que le estaban resultando, inclusive, aterradoras. ¿Podría ser que el hombre del que Kanon hablaba fuera…? No. Jamás. Saga nunca hubiese movido un dedo para hacer daño a su hermano. Le había soportado todo, todo, sin importar cuanto doliesen sus desdenes. Pensar siquiera en ello, era una aberración. Era imposible. El gemelo podía ser muchas cosas, pero jamás el asesino de su propia sangre.
Miró de uno a otro gemelo, del rostro ensombrecido en ira de Kanon a la aparente indiferencia de Saga, y la piel se le erizó. Había crecido con ambos, había compartido juegos de niños y llorado lágrimas de madurez a su lado. Pensó conocerlos a la perfección alguna vez, pero ahora no reconocía a ninguno de los dos.
Sintió un miedo atroz devorándole las entrañas mientras un escalofrío le recorrió el cuerpo. Luchó por controlarse. Sin embargo, la mirada de Aioria le informó que estaba fracasando.
—¿Qué más recuerdas? –Dohko volvió a cuestionarle. También había notado el desencajo en el rostro de Aioros, así que no le fue difícil adivinar que había comprendido el secreto de la desaparición de Kanon y el horror detrás de ella.
Aioros lo miró de nuevo, con la mirada perpleja y los ojos desorbitados. Parpadeó un par de veces y musitó algo incomprensible. Después cerró los ojos, en busca de un momento de paz. Sintió como sus pestañas atraparon una lágrima de desesperación que no estaba dispuesto a dejar escapar. No se dejaría vencer por sus emociones, no esta vez. Por eso, respiró profundamente, dejado a su cuerpo recomponerse antes de responder.
—Ares intentó asesinar a la princesa. –continuó, sin atreverse abrir los ojos. Su propia voz le sonaba extraña, desconocida. Se dio cuenta que, del mismo modo en que Kanon y Saga se habían convertido en un par de incógnitas en su mente, él también lo era. No sabía quién era, ni tampoco lo que sería. Solo era una sombra de un pasado distante que comenzaba a desvanecerse de a poco. Un recuerdo, nada más.— Trató de asesinarla en su cuna, hundiendo una daga en su corazón. Lo detuve a tiempo, tomé a la niña en brazos y supe que tenía que marcharme. Corrí lo más que pude hasta que… —abrió los ojos repentinamente y su mirada chocó con la del santo de Capricornio quien, por primera vez, no le esquivó.— Hasta que me topé contigo. –le dijo.— Tú no me creíste, aunque te supliqué que me escucharas. Te lo rogué. Te expliqué lo que estaba pasando y únicamente atinaste a decirme cuánto me odiabas. –soltó las palabras despacio, una a una, cual dardos que herían en lo más profundo a Shura, quien, al igual que el mismo Aioros, se derrumbaba poco a poco frente a los ojos de todos.— No tuve más remedio que… huir.
—Hiciste lo correcto. –Shion dijo, esforzándose por sonar comprensivo.
—¿Lo hice? –el santo de Sagitario le miró fijamente, con las lágrimas empañando el azul de su mirada y dejándole entrever lo equivocado que estaba.— ¿Cuántas vidas se perdieron por mi decisión? ¿Cuántas pudieron salvarse si yo hubiera tenido el valor de regresar para hacer frente a Ares, tal como correspondía?
—Ares hubiera comenzado la matanza contigo, hijo, tal como lo hizo.
—Shion habla con la verdad. –como un quejido, la voz de Shura retumbó en la habitación. Sus ojos denotaban un cansancio absoluto y una pena tan grande que los hacía lucir muertos.— Si hubieras regresado, solamente le habrías facilitado el trabajo y Athena hubiera caído en sus manos de nuevo. –calló por un instante y, cuando volvió a hablar, su voz sonó terriblemente hueca.— Nadie te hubiera creído.
—Nadie… empezando por ti. –espetó el arquero en un susurro.
Shura bajó el rostro, concediendo la razón al castaño. Él no había sido capaz de creerle y, aunque todo hubiese acontecido de otro modo, tampoco lo hubiera hecho. Podía haber sido solo un niño en aquel entonces, pero su sentido del deber era más agudo que nunca y la rabia de los últimos sucesos había cegado toda cordura en él. A pesar de ello, había pasado catorce años encerrado en soledad, pagando su penitencia en silencio. Había llorado lágrimas de sangre y maldecido su propio nombre hasta el cansancio. En algún punto, había perdido toda esperanza para consigo, y rogado por nada más que una oportunidad de enmendar el daño hecho, aún a costa de su propia vida. Pero el pasado estaba escrito con letras de sangre que ni los dioses serían capaces de borrar.
—No espero que me entiendas, porque yo mismo fui incapaz de comprender mis actos por mucho tiempo. Tampoco espero tu perdón, porque sé que no lo merezco. –habló de nuevo el español. Pronunciaba despacio y con la voz colgando de un hilo que amenazaba con romperse en cualquier instante. Sin embargo, algo en su tono hizo que el arquero se estremeciera, algo sumamente lastimero.— Pero hice lo que tenía que hacer, lo que se esperaba de mi; y lo hice de la mejor manera en que podía hacerlo un crío que no entendía nada de la vida. Ahora sé que hay decisiones que nos marcan, como esa, pero que son ineludibles. No puedo cambiar nada del pasado, solo decirte que… lo siento. Para lo mucho, o lo poco, que te sirva: lo siento.
Después de la confesión de Shura, solo hubo silencio: un silencio pesado y tirante. Se esperaba, quizás, que Aioros fuera quien lo rompiera, pero no fue así. El castaño no tenía deseos de pronunciar una sola palabra más, porque temía la repercusiones de ellas. Su mente y su corazón todavía estaban demasiado confusos y heridos, y no quería cometer un nuevo error del cual se arrepintiera después. Así que permaneció con los labios sellados, un hueco en el estómago y las palabras del santo de Capricornio revoloteándole en la cabeza.
Dohko notó de inmediato que tenía que apresurarse a intervenir o la situación se le iría de las manos. No era tan ingenuo como para pensar que aquella plática sería fácil, pero aún quedaba mucha energía que recorrer. La conversación apenas empezaba y, con pesar, tenía que admitir que lo peor aún estaba por venir.
—Entregaste la bebé Athena a un anciano, su nombre era Mitsumasa Kido. –intervino al fin.— Él la creció como su nieta y, llegado el momento, preparó el camino para que ella se rodease de guerreros dispuestos a protegerla. De ahí salieron los cinco santos a los que nuestra princesa ha renunciado. Fueron ellos quienes le acompañaron de regreso al Santuario y quienes lucharon, allanando el camino para que nuestra princesa recuperase su lugar como diosa.
—¿Cuántos años después de mi muerte sucedió eso?
—Catorce años. –respondió Shion.
—¿Catorce años? –Aioros repitió la respuesta del lemuriano.— ¿Me estáis diciendo que, en catorce años, nadie descubrió al impostor detrás de la máscara? ¿Nadie? –sonó desesperado.
Saga cerró los ojos, siempre con los brazos cruzados. Ni Shion, ni Aioros, las dos personas más cercanas a él, habían sido capaces de develar tal misterio. ¿Qué le hacía pensar a Aioros que el resto de ellos podría? Hubiese deseado espetárselo, se lo hubiera gritado a la cara, pero prefirió callar porque sabía que su sola presencia ya hacía suficiente daño.
Al final, el gran mérito de Ares había radicado en su habilidad de manejar los miedos y las inseguridades de niños que tenían que jugar a ser adultos. Athena no había podido ponérselo más fácil.
—No me parece que fuera tan sencillo, Aioros. –el santo de Sagitario volteó al escuchar la voz de Arles, para confrontarle.— Ellos no eran más que unos niños, Ares pudo engañarlos con facilidad, al menos por un tiempo. –acotó para después hacer una pausa en la que desvió sus ojos hacia los santos más jóvenes.— Sin embargo, tampoco creáis que os libero de culpas. Crecisteis y, por lo tanto, debisteis daros cuenta de la naturaleza malvada de aquel que se alzaba como vuestro Patriarca. Teníais las armas suficientes para confrontarle, pero le dejasteis seguir con el reinado de maldad que había iniciado.
—¡La mayoría de nosotros ni siquiera estábamos aquí! –Milo replicó. Sus palabras eran ciertas, pero también lo eran las de Arles.
—Eso no os libera de culpas.
—No sabes nada, Arles. Estábamos solos. Solos. –siseó el escorpión.— Saga y Kanon estaban desaparecidos. Aioros era un traidor. Ares parecía ser el único que sabía lo que hacía. Sé que fuimos estúpidos, ¡muy estúpidos! Pero, ¡¿qué más podíamos hacer?! ¡Si hubiésemos sabido lo que sucedía, jamás hubiéramos accedido a servir a un dios maligno!
—Milo habla con la verdad. –Shaka intervino, tomando por sorpresa a todos.— Si hemos levantado nuestros puños contra Athena, ha sido a causa de un engaño. No lo veas como excusa, Arles, pero tampoco tengas prisa en acusarnos. Si escuchaste con atención las palabras de Shura, habrás notado que nuestra situación no era muy diferente: hicimos lo que teníamos que hacer.
Había algo sumamente impresionante en el azul profundo de los ojos de Shaka, en aquella mirada que tan pocas veces habían presenciado. Se decía que, cuando el santo de Virgo abría los ojos, aquellos a su alrededor morían. La teoría estaba a prueba ese día y, a juzgar por el brillo afilado en ellos, era posible que así fuera.
De cualquier manera, Arles calló. Al final, no estaba siendo muy diferente a Aioros, brincando a conclusiones rápidas. Aunque, sinceramente, tampoco entendía como algo así había podido suceder. Habían sido catorce años. Catorce años de maldad, de lágrimas, de sangre, de dolor… de deshonra. Catorce años que habían abierto heridas profundas que aún supuraban en el corazón de la Orden y difícilmente sanarían a pesar del tiempo.
—En realidad… —Máscara de Muerte se aclaró la garganta. Levantó el rostro para mirar a sus compañeros, pero terminó por fijar esa mirada azul suya en el Patriarca.— …yo sabía. Yo sabía quien era el que se escondía detrás del nombre de Arles. Sabía que era Ares, ocupando el cuerpo de Saga. –habló tan rápido como pudo y exhaló al terminar. Por años, había cargado el peso de aquel secreto en silencio. Lo había usado a su antojo y se había escudado bajo las palabras cargadas de mal. Ahora era el momento de liberar su alma y de asumir las consecuencias.
—¿Qué dices? –Aldebarán le cuestionó, pero el rostro desencajado del toro dorado, poco se comparaba con los gestos desfigurados por la rabia de otros.
—Yo sabía quien era Ares. Conocía sus intenciones y acepté seguirlo a cambio de poder. –recalcó, con todo el valor que le fue posible. No tenía derecho a quebrarse, ni tampoco podía aspirar a perdón.— Traicioné a Athena. Rompí el juramento que hice de protegerla y de seguir sus principios; y lo hice por decisión propia.
—Tú sabías todo desde el principio. –el león dorado siseó.— ¡Lo ayudaste a engañarnos!
—¿Cómo has sido capaz de tal traición, Máscara Mortal? –volvió a cuestionar el señor de Tauro.
—Pensaba igual que él. Creía que aquellos que eran fuertes debían gobernar al mundo. Me dejé llevar por sus sueños de conquista, por la grandeza que me prometió y pensé que jamás caería. Athena estaba muerta para mi, así que, ¿qué más podía hacer sino seguir al dios que había tomado su lugar? –cerró los ojos con fuerza y arrugó el semblante con desesperación. Había sido un tonto al pensar de semejante forma.— Ares era la única fuerza que reinaba sobre la Tierra, era el único camino que podía seguir y eso fue lo que hice. ¡Solo él podía mantener esta Orden en pie!
—Eres un mal nacido. –Milo escupió la maldición.— Todo este tiempo te burlabas en nuestras propias caras. Jamás podremos confiar en ti.
—Cierto es que no puedes esperar que creamos que ese arrepentimiento es genuino.— Camus terció, con mucha más calma de la que Milo poseía.— Ganarse la confianza de alguien requiere de más que simples palabras compungidas.
—Todo el mundo tiene derecho a cambiar.
—Pero no todos lo logran, Cáncer.
—¡Estuve ahí, en el Muro de los Lamentos, con vosotros! –espetó el italiano en un desesperado intento de ser comprendido. Quería cambiar, quería ser diferente al monstruo que había sido, pero no estaba seguro de poder conseguirlo.
—¡Eso no significa nada! –Aioria se puso de pie bruscamente.— Significa que Athena necesitaba de todos y fue por eso que te convocó. No volviste por deseo propio.
—Aioria, siéntate. –Shaka le solicitó en tono imperturbable.
—¡Shaka! ¡Este maldito…!
—No vale la pena y tampoco es el lugar para esto. –le interrumpió el rubio en un tono un tanto más alto de lo que hubiera deseado. Meneó la cabeza y suplicó paciencia a su compañero con la mirada. Tras un par de dubitaciones, el castaño accedió a tomar su lugar de nuevo.— Todos hemos cometido errores, algunos más graves que otros. Negar a nuestra princesa, romper tu juramento como santo y seguir el camino del mal, son equivocaciones que deberían costarte la vida. –el rostro de Máscara Mortal se tensó ante la inequívoca palabra del santo de la virgen.— Pero si Athena te ha traído de regreso, a pesar de todo, es decisión suya y no nuestra. Aún así, la confianza y el respeto deberás ganártelos. Nadie va a regalarte de nada de aquí en adelante.
—Y no esperes demasiado. –gruñó Aioria.
Máscara Mortal no refutó más. Se mordió los labios y cerró la boca al no tener nada más que decir. Lo había visto venir. No esperaba abrazos, ni palabras comprensivas. Esperaba justamente eso: desprecio.
—Máscara Mortal no es el único a quien deben culpar.
—Afrodita…
—Maestro, yo también fui consciente del engaño de Ares. Yo también estuve a su lado y luché por sus ideales, a pesar de ser contradictorios a los de Athena y a los que yo había jurado proteger. –aún en la desesperación, la belleza del santo de Piscis se mantenía intacta.— Si vais a juzgarle a él, juzgadme a mi también. Soy tan culpable como lo es él.
Saga, quien hasta ese momento había permanecido completamente indiferente a la conversación, elevó ligeramente una ceja, apretó sutilmente los dientes y se permitió observar en silencio el desenlace. Si algo había que preguntarse ahí, era de donde había salido la inusual valentía de esos dos. Desafortunadamente para ellos, Saga estaba seguro que el resto de sus compañeros pondrían el recién hallado valor a prueba.
—¡Por los dioses! Estáis locos, ambos. –las manos de Aioria golpearon la mesa con rabia, y el gemelo supo que ahí venía la primera prueba a superar. Su voz, grave y poderosa, resonó en el salón y su ceño fruncido no mentían sobre su humor.— ¡No tenéis vergüenza alguna al estar de regreso!
—No hemos pedido volver, Aioria. No lo merecemos. Gente inocente murió en nuestras manos bajo las órdenes de Ares. Hermanos de Orden, que nunca doblaron la rodilla ante su yugo. Albiore… la isla Andrómeda.
—Fuiste tú. –Milo se puso de pie lentamente. Sus ojos azules se impregnaron con incredulidad.— Tú destruiste Andrómeda. Mataste a cientos de inocentes en mi nombre.
—Milo yo…
El puño del escorpión se estampó grotescamente contra su rostro antes de que pudiera terminar. De haber tenido su cosmos bajo control, hubiera sido Antares la que se encargara de hacer sangrar al santo de Piscis.
Afrodita cayó al piso en medio de la desesperación de los demás santos. Los ánimos se habían caldeado y, penosamente, muchos no podían culpar a Milo por la reacción violenta,
—¡Milo! –Camus y Dohko corrieron de inmediato a detenerlo, pues el siguiente embate estaba preparado por parte del escorpión. El primero lo sujetó y el segundo se interpuso entre él y su víctima.
—Detente. –le ordenó Libra.
—¡No mereces estar aquí! ¡No vales el sacrificio que Athena hizo por tu vida, maldito traidor! –espetó.— ¡Mataste a Albiore! ¡Destruiste la isla Andrómeda solo por placer y me culpaste de ello! ¡No tienes perdón! ¡Ninguno de los dos os lo merecéis!
—¡Milo…!
Entonces, el santo de Escorpio consiguió escabullirse del agarre de Camus para abalanzarse una vez más sobre Piscis. De un manotazo se deshizo de Dohko y se dispuesto a dar el último golpe.
Afrodita apretó los dientes y aguardó. Por sobre todas las cosas, no estaban dispuesto a responder a los ataques de Milo. Si lo que el griego necesitaba era desahogarse, entonces él le daría la oportunidad. Que le golpeara, que le insultara, se había ganado cada gota de su desprecio.
Sin embargo, antes de que el puño del escorpión dorado impactara contra el rostro de su compañero, lo impensable sucedió.
Milo se quedó completamente paralizado mientras observaba a Kanon tomándole del brazo y forzándole a detenerse. Bastaron un par de movimientos para que el antiguo marina le sometiera, dando por terminada la reyerta. Sus ojos centellaron, mientras la determinación en ellos dejó saber al escorpión que Kanon no iba a retroceder un paso, no iba a dejarlo ir, sino hasta que desistiera en sus intentos de continuar con aquella locura.
—Basta ya, Milo. –demandó.— Creí que habías escuchado a Shaka decir que este no es el lugar para esto.
—¡No merecen estar aquí! –el otro forcejó, pero no consiguió escaparse.
—Esa es decisión de Athena no tuya. Entiéndelo.
—¡No son dignos de esta segunda oportunidad! ¡No lo son! –recalcó entre maldiciones y jaloneos.— ¡No hay perdón para lo que hicieron!
Kanon apretó el agarre, robando un gemido del escorpión. Echó una mirada sobre su hombro a Máscara Mortal y Afrodita, sin poder evitar pensar en lo mucho que se le parecían. Si de pecados se hablaba, el gemelo tenía una lista que superaba a la de todos ellos juntos. Pero, en su momento, se había arrepentido y enmendado el camino. ¿Quién le aseguraba que aquellos dos no harían lo mismo? ¿Por qué no darles una oportunidad, como la que el mismo Milo le había regalado antes? Sin pensarlo dos veces, volvió su atención hacia el peliazul más joven, jalándolo hacia si para hablarle al oído.
—Yo tampoco tenía derecho a nada, pero tú me diste una oportunidad. Me ayudaste a purgar mis pecados y me llamaste compañero, ¿recuerdas? –susurró bajo la mirada curiosa de todos.— No era diferente a ellos. ¿Por qué no intentas hacer lo mismo aquí, Milo? Lo que tengas pendiente con ellos, arréglalo después.
Las palabras lo golpearon sin misericordia y no pudo negar la verdad en ellas. Milo, entonces, abandonó los forcejeos. Sostuvo la mirada de Kanon, haciéndole saber que desistiría, pero que aún no estaba dispuesto a perdonar, no tan fácilmente. Con un manotazo, se libró del gemelo y regresó a su asiento con el rostro aún descompuesto de rabia. Se dejó caer en la silla, evitando a toda costa mirar a Cáncer y Piscis. Aquella conversación estaba comenzando a enfermarle y solo iría a peor.
—Continuemos. –dijo. Necesitaba tiempo para calmarse y seguir dando vueltas con el tema no estaba ayudando en lo absoluto.
—X—
Sus ojos se pasearon a toda velocidad por la vieja arena del coliseo. Contrario a lo que antes le había parecido, el Santuario no estaba desierto. Santos y guardias deambulaban de acá para allá, con expresiones de lo más variopintas tatuadas en sus rostros. Sin embargo, para Nikos eran todos desconocidos. No reconocía a nadie, y aunque podía distinguir alguna armadura que le resultaba familiar, sus dueños eran completas incógnitas para él. Recordaba a otros cuerpos y rostros luciendo aquellos ropajes.
Se sobó los ojos una vez más, sintiéndose súbitamente mareado. Se sentó, y hundió el rostro entre sus manos. No entendía nada.
—¿Perdido, Orión? –dio un respingo, e inmediatamente alzó el rostro.
Aquella voz le resultaba familiar, aunque no lograba recordar de qué: en sus memorias se escuchaba más aniñada. Sus ojos se toparon con una silueta femenina que no portaba armadura alguna: solamente lucía unas desgastadas ropas de entrenamiento. Continuó ascendiendo, hasta que finalmente, su mirada se detuvo en una impoluta máscara de plata que lo veía de vuelta, únicamente adornada por un fino zarpazo dorado. Los rizos dorados enmarcaban el rostro metálico, y Nikos, finalmente, recordó.
—¡Lince! –Tatiana asintió, sentándose a su lado.— ¿Qué…? —Tenía demasiadas preguntas por hacer, y de pronto, se sentía incapaz de formular ninguna.
—¿Llegaste aquí solo? –Nikos asintió, con cierta torpeza.
—No vi a nadie. Todo estaba vacío. –Suspiró.— Extraño. –Inmediatamente después se encogió de hombros. ¡Dioses! Me alegro de ver un rostro conocido. –murmuró. Ella se limitó a asentir.— Todo está… cambiado.
—Ha pasado mucho tiempo. –la miró con cierto nerviosismo.
—No entiendo nada…
—Han sido algo más de catorce años desde tu muerte. –Su mirada violeta se agrandó por la impresión. Nikos y ella tenían la misma edad aproximadamente, casi habían llegado al Santuario al mismo tiempo. ¿Cómo era posible que lo que Tatiana decía…?
—¿Qué? –atinó a decir, ella solo confirmó sus palabras con un movimiento de su cabeza apenas perceptible.
—Han sucedido muchas cosas en ese tiempo… algunas son más difíciles de comprender que otras. –Su voz terminó siendo poco más que un murmullo, como si la rusa se hubiera perdido en sus propios recuerdos.— Cruz del Sur te asesinó. No sabría decir si de modo accidental o no… pero sucedió. –Nikos agachó el rostro. Casi podía escuchar la voz de Keitaro, sus palabras venenosas… pero estaba seguro de que simplemente había sido un accidente. Algo dentro de si lo sabía: habían sido amigos, prácticamente hermanos.
—¿Qué fue de mi hermana? –se apresuró a preguntar. Tatiana lo silenció con un gesto de su mano.
—Caelum acudió en tu ayuda, pero llegó tarde. No escuchó a nadie. Se tomó la justicia por su mano. –Nikos alzó el rostro desencajado al comprender el significado de aquellas palabras.— Mató a Keitaro, fue apresada.
—¿Ella…? –Él era de sobra consciente de cuál era el castigo ante tal crimen. Las lágrimas nublaron sus ojos. Jamás había deseado ponerla en riesgo, ¡él solo quería protegerla! La sola posibilidad de que hubiera sido ejecutada, hizo tambalearse su inseguro mundo una vez más.— No puede ser… —musitó.
—Ella desapareció de los calabozos, misteriosamente. –El moreno se relajó inmediatamente, aunque no le pasó desapercibido el sospechoso tono impreso en aquella última palabra.— Desde entonces ha estado fuera del Santuario, en paradero desconocido. Fue calificada como desertora.
Algo dentro de él se rompió en mil pedazos al escucharlo. Naia había sido siempre una niña valiente, se había esforzado mucho por estar a la altura de lo que se esperaba de ella y por hacer que Axelle se sintiera orgullosa. Había sufrido tanto como los demás en aquellos años de entrenamiento, ¿para qué? ¡Lo había perdido todo por su culpa!
—Lo que sucedió después es complicado de explicar. Has de saber que escucharas muchos rumores: unos ciertos y otros no, pero todos con ciertos tintes de verdad. Es cosa tuya decidir en que creer…
—¿Qué sucedió? –Echó a un lado como pudo los pensamientos sobre su hermana. Había atravesado las Doce Casas, había visto su estado… Las sospechas no hicieron más que crecer.
—El maestro Shion fue asesinado, igual que Arles… igual que Aioros. –El espanto fue imposible de ocultar por más tiempo en el rostro del Santo.— Ares tomó el cuerpo de Saga como propio y reinó en el Santuario por trece años, después de haberse deshecho de la niña Athena.
—¡¿Qué?! –Tatiana sabía que aquello era lo que Nikos menos deseaba escuchar. Nunca se había llevado bien con los chicos de oro, y a decir verdad, toda aquella historia no decía demasiado en su favor. Se encogió de hombros. Ella también les había querido a su manera, había sido cercana especialmente de uno… Ni siquiera para ella había sido fácil de aceptar y mucho menos comprender.
—Sometió al Santuario sin que nadie dijera o hiciera nada por evitarlo. Finalmente, Ares fue vencido. –Era difícil poner palabras a los sentimientos. Omitió los detalles. Nikos se enteraría tarde o temprano de ellos, aunque estaba segura que terminaría por tergiversar las cosas.— Athena volvió al Santuario. Nunca llegó a matarla. Sin embargo, Poseidón se levantó en nuestra contra, igual que antes hizo Asgard, igual que después hizo Hades. Athena resultó victoriosa en cada una de esas batallas, pero con perdidas demasiado grandes. Supongo que has visto el estado de las Doce Casas… —Se aclaró la garganta. Ahora lucían como palacios nuevamente, pero por un tiempo, el panorama había sido desolador.— Después de que Hades fuera derrotado, el Inframundo quedó sumido en el caos y las almas, vagando sin control. Ella os trajo de regreso aprovechando ese momento de debilidad.
—¿A todos? –no entendía como semejante cosa era posible. Se viese como se viese, era antinatural.
—A todos los que pudo, al menos. Unos despertaron antes, y otros tardaron algo más, como tú.
—¿Ella está aquí? –Tatiana asintió.— Era solo una recién nacida…
—Tiene casi quince años.
—Entiendo… —A decir verdad no lo entendía, no tenía la capacidad para ello en aquel momento, pero tal cantidad de información lo había dejado perdido y descolocado. Alzó el rostro y se revolvió el pelo, pero de pronto, sus ojos captaron un detalle que antes le había pasado completamente desapercibido.— Meridia. ¡Las Doce llamas arden!
—Ellos también han vuelto. Todos. –La rusa se puso en pie.— Traerles ha costado un alto precio: fueron sellados por los mismos dioses en un maldito pilar de piedra. Pagaron un precio demasiado alto por hacer lo que debían. Ganaron, sin ellos hubiera sido imposible. —Se apartó un tirabuzón que caía por su frente.— Aunque me temo que muchos puedan olvidarlo… —musitó.— Athena se esforzó por darles una nueva oportunidad. Han despertado hoy, por lo que se. El Maestro Shion, el viejo maestro Dohko… incluso Aioros y Kanon. –El santo de Orión alzó una ceja, confundido ante la mención del menor de los Géminis.— Esa es otra larga historia que tendrás que escuchar con más tiempo. –Tatiana se dio cuenta rápidamente de que no sabía de lo que hablaba, y no le culpaba. Aquella etapa de sus vidas había sido demasiado difícil aún viviéndola, como para comprenderla de esa manera.— Por ahora, solamente has de saber que el Santuario esta blindado. Nadie puede entrar, ni salir. –No hacía falta ser demasiado avispada para saber que lo primero que haría en cuanto tuviera ocasión, sería ir por su hermana.— Espera a que las cosas vayan acomodándose, y acostúmbrate a la vida de nuevo. Tu cosmos tardará un poco en volver. Eres un tipo afortunado. –Se alejó un par de pasos, dispuesta a retomar su labor.— Cuando estés más recuperado, búscame. Necesitamos toda la ayuda que nos sea posible, hay demasiadas cosas por hacer aún.
Bajo un par de escalones de un salto, antes de que la voz de Nikos la detuviera.
—Tatiana… —Volteó sobre su hombro para verlo.
—¿Si?
—Me alegro de verte.
—X—
Después del último incidente, el ambiente había quedado enrarecido. Si bien, la confusión no se había disipado en ningún momento, todo espíritu de buena fe se había esfumado de esa mesa.
Shion bebió un sorbo de agua de su copa, solo lo suficiente para humedecerse los labios. Los miró, uno a uno y, por primera vez, notó que ninguno de sus discípulos le miraba siquiera. Los ojos de todos estaban clavados sobre el mármol entre ellos, con la mirada fija, pero con sus mentes perdidas muy lejos de ese lugar.
Al verlos así, le resultó inevitable pensar que quizás se habían precipitado al reunirlos para obligarlos a confrontar el pasado. Desde el principio había sido consciente de lo delicado que sería desenterrar fantasmas y sacar a la luz verdades que harían más daño que las mentiras. Pero no había otro modo de empezar. Athena les había traído de regreso y, aún sin necesidad de palabras, les había dado la orden de vivir. Pues bien, la vida comenzaba ahí mismo, donde los miedos del pasado suspirarían por una última vez, ante de ser confrontados.
Temía, sin embargo, que no todos tuvieran la capacidad de mirar al pasado, aprender de él, y después afrontar el futuro. El dolor, el remordimiento y el rencor se sentían como obstáculos enormes, que no hacían más que crecer a cada segundo entre ellos.
La prueba más fehaciente de ello radicaba en el trío de santos mayores, que sin darse cuenta, representaban, en mayor o menor medida, los tres sentimientos básicos alrededor de los cuales giraba aquel encuentro. Mientras más lo pensaba, más sentido tenía, y mientras más los contemplaba, más comprendía lo duro que resultaba estar sentados ahí, uno frente a otro, tan cerca pero a la vez, tan lejos. De la misma forma, algo dentro de él le susurraba que, habiendo sido ellos quienes comenzaron esa historia, serían también los que habrían de decidir el final de ella. Si sus chicos eran capaces de sanar, de sentirse vivos de nuevo, entonces, el resto se sentiría de igual modo.
A su lado, Dohko se sobó las sienes, y el lemuriano entendió lo difícil que era todo aquello también para él. Los muchachos lo tenían acorralado. Lo habían atrapado entre el muro de sus penas y el de sus rencores, justo donde no quería estar… justo donde se acababan las salidas.
—¿Nadie más va a hablar? –Milo espetó de nuevo. Pocas cosas se tornaban tan insoportables como la insistencia de un escorpión desesperado, y era precisamente eso en lo que Milo se había convertido. El buen humor había desaparecido mientras el veneno de escorpión amenazaba con hacer acto de presencia.— Si ya terminamos, quisiera marcharme.
—¿A dónde crees que vas, bicho? Esto no ha terminado. —apenas se había levantado, cuando la intervención de Kanon le obligó a detenerse.— Conocéis la historia de Ares, pero no la mía. Os aseguro que es igual de emocionante. –rió, más por la necesidad de tragarse un impropio nerviosismo que por placer.— A ti te gustaría conocer mi versión de los hechos, ¿no es así, arquero? Vi como te quedaste con la curiosidad antes. Si tienes dudas, deberías preguntar.
Reconoció de inmediato la mirada con que Aioros le respondió. Habían pasado muchos años, pero la expresión en esos ojos profundamente azules, al observarle con expectación, no había cambiado en lo absoluto.
—Te preguntarás donde comenzó todo, o. ¿será que lo notaste ya? –Kanon alzó una ceja, como si la inexistente curiosidad en él lo atormentara y, poniéndose de pie, rodeó la mesa hasta situarse a espaldas de la silla del santo de Sagitario.—¿No? Te lo responderé ahora: comenzó el día en Shion te nombró Patriarca. –levantó la mirada, como si se perdiera en las memorias de aquel entonces, pero con los pies bien puestos en el presente. Aioros, de espaldas a él, arrugó el ceño y tensó el rostro a sabiendas de lo que seguía.— Las noticias vuelan muy rápido por estos lugares. Para cuando salisteis del salón del trono, todo el mundo cuchicheaba a vuestras espaldas. A algunos les resultó una decisión acertada y, a otros, nos pareció francamente estúpida.
—Kanon…
—Espera, Aioria, no me interrumpas. –prosiguió.— Después de ese trago amargo, mi hermano y yo nos encontramos. Estabas un poco molesto, ¿verdad, Saga? –pero el gemelo mayor, no se inmutó.— Lo estaba. –susurró Kanon al oído del arquero.— A decir verdad, tenía razones de sobra para estar enfadado. Ese trono era lo único en lo que había pensando por días y lo había perdido, ni más, ni menos, que ante ti. Pero su mala suerte no había terminado ahí. En ese entonces, Saga no era el único con sueños de grandeza y de poder. ¡Oh, no! Los míos eran más grandes, más fuertes, más reales también. Pero, solo, no podía conseguir lo que tanto quería, no en ese momento al menos. Lo necesitaba. Necesitaba el poder que Saga podía brindarme. Juntos hubiésemos dominado al mundo, nadie hubiese podido hacernos frente; ni siquiera tú. –se tomó un segundo para respirar, para ver el rostro inerte de su gemelo y, como si se hubiese transportado años atrás, casi pudo sentir el ardor del puño de Saga estrellándose contra su rostro.— Entonces, me rechazó. –sentenció. Era raro, pero después de tanto tiempo, aquel rechazo seguía haciendo daño.— Fue la primera vez que me vio como lo que realmente era: una amenaza, un traidor. Se dio cuenta que no había remedio para mi, que sin importar cuanto lo intentase, no había nada que pudiera hacer para cambiarme… que todo lo que se decía sobre mi era cierto.
Cuando su voz se apagó, quedó solamente el silencio absoluto; un silencio doloroso, sórdido y sombrío. Se habían especulado tantas cosas sobre los gemelos, sobre su desaparición, sobre su historia, que al escucharla, uno no podía sino sentir una infinita melancolía y un sentimiento de impotencia que superaba a cualquiera.
Mirar de uno a otro, era imposible. No sin revelar demasiado, no sin terminar compadeciéndoles, aún a sabiendas de que era eso lo que menos deseaban.
—Supongo que no le dejé más opción. –el rostro de Kanon pareció abandonar la melancolía para retomar un sentimiento que no dejaba en claro de que se trataba. ¿Rabia? ¿Para consigo mismo? ¿Para con Saga?— Gritó muchas cosas, verdades mayormente. En realidad, no dijo nada que fuera mentira. Saga estaba aterrorizado, eso si. –frente a él, Saga levantó la mirada, buscando la suya. Cuando los ojos esmeralda de ambos se encontraron, las chispas del pasado saltaron entre ambos.— No sé si el miedo era por mi locura, o porque sabía lo que tenía que hacer. Al final, lo hizo: me arrastró a Cabo Sunion, hacia una muerte segura. Esa vez, fui yo quien gritó, quien le maldijo hasta que la garganta se me agrieto. No le importó. Me encerró y me dejó ahí, para que me ahogara. Se dio la vuelta y solo miró atrás una vez. Solo una. Así fue como me di cuenta de que, quien se marchaba, no era mi hermano. Esa mirada, esos ojos, no eran suyos.
—¿Sabías sobre Ares? –Dohko preguntó.
—Tanto como tú. –Kanon soltó la respuesta mordaz, sintiéndose satisfecho. Aceptaba reclamos de Athena, pero de nadie más. Mucho menos de aquel que se había sentado en una cascada a mirar la debacle de Orden, sin molestarse en mover un dedo para evitarlo.
La respuesta retumbó en los oídos de cada santo presente. Sonó y resonó en ellos, en su cabeza y cimbró en sus almas como un golpe repentino. Bastó para hacerlos pensar en el por qué se habían quedado solos, cuando en realidad no tenían porque estarlo. No habían quedado desamparados por el destino, sino que habían sido abandonados. Tristemente, la traición se servía en más de un forma, y la apatía de Dohko se sentía justamente como eso.
—El resto de mi historia no la comprendí hasta mucho después. –el gemelo prosiguió, como si no hubiera notado la gran sacudida que sus palabras desencadenaron. Pero vaya que lo sabía. ¡Vaya que había querido hacerlo!— No sé cuanto tiempo pasé entre las olas, suplicando por piedad y por una última bocanada de aire. Era extraño, porque cada vez que me sentía al borde de la muerte, una energía cálida me rodeaba y me retaba a resistir un poco más… siempre un poco más. En una de esas horas de desesperación, cuando el fondo de la cueva me arrastraba hacia la muerte, encontré la salvación. El tridente de Poseidón estaba ahí, a mi alcance. Lo usé para abrirme paso hasta Atlantis, donde encontré la urna con su alma y le liberé. –volvió a caminar, en busca de su asiento.— Julián era solo un niño, un mocoso que me ponía las cosas fáciles. En efecto, no fue difícil controlar cada movimiento suyo y, llegado el momento, solo se necesitó de un pequeño empujón para desatar la tormenta… literalmente. Los que sobrevivisteis al reinado de Arles lo recordareis. Empezó en Asgard y terminó en Atlantis, con más muertos de los que hubiera esperado y conmigo más cerca de dominar al mundo de lo que jamás pensé.
—Sabías que el Santuario era vulnerable, por eso atacaste. –los ojos de Camus le atravesaron.
—Vuestra guerra contra los niños de bronce hizo temblar hasta el último rincón de la Tierra. Era entonces o nunca. –oyó a Saga bufar sutilmente y giró el rostro para encararlo. Casi al mismo, su gemelo le miró de soslayo.
Lo que Kanon no había dicho era que todavía recordaba el instante en que había decidido todo. Esa noche, cuando la bóveda de agua se mecía inquieta sobre su cabeza, se había mantenido despierto en espera del lejano final. Nadie, ahí abajo, comprendía: solo él. Solamente Kanon entendía lo que significa aquel cosmos enardecido y trastornado por la locura. Solamente él sabía el secreto que el Santuario de Athena había guardado tan bien todos esos años.
Saga.
Saga de Géminis… su hermano, su gemelo.
El maldito que lo había condenado a la oscuridad, a la mediocridad, al desprecio y a la muerte. El maldito estaba vivo y estaba tan perturbado como él. Algo extraño había en su cosmos, eso también era cierto. Pero conforme los minutos avanzaban, conforme los cosmos de los santos de bronce crecían y el de Athena misma se revelaba, Kanon sabía que la diferencia importaría poco, pues el final se aproximaba.
Recordó sentir una explosión de cosmos tan fuerte, que aún en el presente le erizaba la piel. Era una energía pura, infinita… liberadora. Después de eso, una densa calma adormeció las olas sobre él, mientras la última bocada del cosmos de su hermano resurgía entre las cenizas de aquella energía maligna y agonizante. No estaba seguro de por qué, pero a pesar de todo el odio que le guardase, algo dentro de si se murió también en ese momento. Nunca se lo dijo a nadie, ni tampoco lo confesaría, pero había dolido, como una punzada directa a su corazón.
—El resto de la historia pierde interés. Los santos de bronce bajaron a Atlantis. Palabras más, palabras menos, patearon el culo a cada marina ahí abajo. –se sopló el fleco, tratando de mantenerse lo más completo posible.— Ese día, mientras veía caer a Atlantis, a mis sueños de conquista y, ¿por qué no decirlo? A mi orgullo, comprendí que había sido Athena la que me había mantenido con vida todo ese tiempo. Tenía un plan especial para mi, que jamás entendí sino hasta entonces. –torció la boca y ladeó la cabeza.— Supongo que eso es todo. Bueno, eso y el hecho de que parte del infame plan consistía en tragarme las jodidas agujas de Milo y patearle el culo a Radamanthys. –se encogió de hombros y miró hacia Aioros.— Una historia triste, ¿no crees? –escupió con amargura.— Empezó en por un trono y mira como terminó. Todo lo que sucedió fue por un poquito de poder… poder que, por cierto, tú ni siquiera querías. ¿Me equivoco?
Aioros se mantuvo en silencio, con la mirada encallada en la del Dragón Marino. Después de tantos años, Kanon no había cambiado todo lo que parecía al principio. En el fondo, seguía siendo el mismo. Salvo que, por esta vez, se sentía en completa desventaja ante los juegos afilados de su cabeza.
—Kanon, basta. Te estás extralimitando. –Dohko notó el hostigamiento hacia el arquero y supo que tenía que detenerlo. La siguiente víctima sería él, también sabía eso. Apenas había conocido a Kanon cuando niño, pero le bastaba para saber que no se quedaría conforme hasta haber espetado cada pensamiento y cada queja que le agobiara. Así era y, con toda probabilidad, así sería siempre.— Lo que quieras decir, dilo de una vez. Estamos aquí para eso.
—Dohko, me sorprendes. –el gemelo se aparragó en su silla y se llevó la mano a la boca, para cubrir la mueca retorcida que iluminaba su rostro.— Esa misma determinación pudo ser sumamente útil hace catorce años. Es una lástima que la guardaras hasta ahora. ¿Dónde estuviste todos esos años? ¿Jugando a la familia feliz en Rozan?
—Acepto reclamos de ellos. –el viejo Maestro respondió.— Pero me temo que no de ti.
—Pregunto por ellos. La vejez os hace descuidados, ¿no es así, Shion?
El Patriarca solo atinó a mirarlo, con esa mirada que exudaba nostalgia y desolación. No había olvidado lo que era mirarlos y ver en ellos a los niños pequeños que correteaban en su templo, del mismo modo en que tampoco había olvidado lo que sentía saber que los había perdido hace mucho. Ya no había rastro de las miradas que antaño lo observaban como su único tronco de salvación.
—Fallamos. –el lemuriano miró hacia su amigo de tantos años. En los ojos turquesas del chino descubrió que compartía sus pensamientos.— Os fallamos. –entonces, contempló uno a uno los rostros de sus otros santos.— No nos dimos cuenta de lo mucho que las cosas se salían de control y, para cuando intentamos retomar el camino, era tarde. Debí protegeros. –miró a sus gemelos y a Aioros.— Debí velar por vosotros. –se dirigió al resto.— Pero no conseguí ninguna de las dos cosas. Creí que podríais… En vez de eso, caí en el engaño de Ares. Para cuando me di cuenta… era tarde. Muy tarde para todos. –agachó la mirada.— “Especialmente para ti, Saga. Lo siento tanto…” –quiso decir, pero sus palabras se perderían en el viento, como si no tuvieran ningún valor.
—Suenas abatido. –recalcó el menor de los gemelos, no sin cierta ironía en la voz.
Poco sabía, pero a cada palabra suya, algo dentro de Saga se descomponía. Cada vez le resultaba más difícil mantener la compostura, cada vez era más arduo su esfuerzo para sellar sus pensamientos.
Lo veía y lo escuchaba; y todo lo que pensaba era en el gran hipócrita que escupía sobre los errores ajenos y se alzaba como el santo que no era. Con gusto se lo hubiera gritado en la cara, pero eso no lo haría muy diferente al cínico que Kanon era. Si algo recordaba de su vida antes de Ares era precisamente aquello: no caer en el juego de Kanon, nunca ceder antes sus provocaciones. En una sola cosa no se había equivocado entre todas las estupideces que había repartido. No era el momento, tampoco el lugar.
Mientras el silencio los ahogaba, se tomó unos segundos para inspeccionar el ambiente. Tenso… tenso y volátil.
Desconocía las intenciones de Kanon al azuzar sus compañeros de esa forma contra los dos viejos. Sin embargo, tenía que admitir que estaba funcionando endemoniadamente bien. Crédito para su gemelo, porque seguía siendo un genio para manejar mentes jóvenes e impresionables. Aún así, tenía que admitir que se sentía impresionado… lo suficientemente impresionado como para romperle la cara.
—Creo que deberíamos terminar aquí. –Aioros bufó, revolviendo por enésima vez sus cabellos. Los nervios lo estaban matando y el espectáculo de Kanon no era uno que quisiera presenciar.— No sé a dónde pretendes llegar. –le dijo.
—¿Qué pasa, Aioros? ¿Te asusta pensar que, de haber sido un poco más inteligentes, todos podrían haber salvado la vida?
—¿Tiene caso pensar en ello? –el santo de Sagitario meneó la cabeza. De pronto, tenía jaqueca y solo iría a peor si seguía inmerso en aquella conversación por mucho tiempo más.— No creo que haga ninguna diferencia.
Kanon esperó pacientemente por el momento de soltar la verdad. Unos segundos bastaron para elevar las expectativas, lo suficiente como para que sus siguiente movimiento sonara incluso más impresionante de lo que era.
—Antes de que salgas huyendo, creo que deberías escuchar mi última pregunta de hoy. Te aseguro que será de lo más interesante. –Kanon estaba disfrutando el juego. Un poco más y la gran verdad vería la luz.
—Maldición, Kanon, deja de jugar. –todas las miradas fueron irremediablemente atraídas por las repentina intervención de Saga. El santo de Géminis cerró los ojos, evitándolas. Con un poco de suerte, su hermano se callaría y la maldita reunión terminaría ahí mismo.
—¡Saga! Es bueno saber que tienes voz. Ojala Shion y Dohko encuentren la suya para respondernos. Veréis, mi pregunta es bien simple: Aspros y Deuteros, ¿qué tan bien les conocisteis?
Los dos santos mayores parecieron petrificarse en sus respectivos asientos, bajo la mirada atenta de sus jóvenes compañeros. No era la primera vez que aquel par de nombres habían regresado a ellos al contemplar los rostros de los gemelos. Tampoco era la primera vez que habían temido a esa historia perdida del Santuario.
—¿Dónde escuchaste esos nombres?
La pregunta del santo de Libra, lejos de calmar los ánimos, terminó por dispararlos. Si, por algún giro del destino, el cuestionamiento de Kanon hubiera pasado desapercibido, ahora toda posibilidad había desaparecido.
—¿Escuchado? No, no. Leído, mejor dicho. –el peliazul respondió. Su mirada se había afilado y todo rastro de burla en su tono se había perdido.— La soledad en Atlantis, me dio tiempo suficiente para conocer el mundo que me rodeaba, al que tenía acceso. Y debo deciros, Unity, mi antecesor como general marino Dragón de los Mares, era un excelente cronista y un amante verdadero de los libros también. Bluegard, a pesar de ser una ciudad fantasma, sigue teniendo una biblioteca que bien sería envidiada por cualquiera.
Las expresiones de Dohko y de Shion habían cambiado por completo. Habían pasado de un desconcierto total, a una clara demostración de rabia por la actitud del gemelo… y, en parte, también por la propia.
—Conoces la historia, probablemente mejor que nosotros.
—Sé lo suficiente, pero mis compañeros quizás quieran saber un poco más al respecto. ¿No os parece? Miradlos. Ciertamente están intrigados. Vamos, Shion. Unos detalles nada más. –los invitó a compartir la lúgubre historia. Tenía la atención de todos. Podía sentir sus ojos ir y venir, de él a los mayores.— En lo personal, me resultó de lo más… familiar. ¿A vosotros, no?
—Maestro… —cuando la mirada de Mu se centró sobre él, Shion supo que no tenían alternativa. Kanon los había derrotado en su propio juego.
—Oh, por Athena, ¡Hablad! ¡Alguien, diga algo! –exclamó es escorpión.— ¡¿Quién demonios son esos dos?!
No era propio en él, pero Saga sintió un escalofrío y la piel erizándosele a su paso. Muy a su pesar, Kanon estaba jugando con su cerebro de nuevo.
Incluso, era su propia mente la que le traicionaba. “Deuteros. Aspros.” ¿Por qué los nombres sonaban tan conocidos? ¿En qué momento había escuchado de ellos? ¿Cuál era su importancia?
—Te encantará la historia, Saga. –en el instante en que la expresión socarrona de Kanon se reflejó en sus pupilas, todo cobró sentido.
“Te encantará la historia, Saga.” Las palabras retumbaron en su cabeza, pero la voz en sus recuerdos era diferente: era la suya.
Ares había hecho el mismo comentario años atrás, en una de esas raras ocasiones en que le permitía retomar parte de su conciencia. Recordaba su risa maliciosa, ese sentimiento de burla que crecía conforme las hojas amarillentas del libro pasaban entre sus dedos.
Las imágenes surgieron en su cabeza, borrosas y confusas, pero lo suficientemente claras como para que reconociera la pulcra ortografía del viejo libro. Alcanzaba a recordar las líneas interminables de tinta negra. Algunas palabras resaltaban más que otras, pero en general recordaba cada parte de esa historia ajena y, a la vez, tan personal.
—Son… eran nosotros. –musitó sin siquiera notarlo. Las palabras habían surgido de sus labios como si quemaran, como si hicieran daño dentro de él.
—¡Conoces la historia!
—Saga, ¿de qué está hablando? –aún viniendo de Aioros, la pregunta sonó irrelevante ante la avalancha de recuerdos. Habían pasado años desde que Ares se la echara en cara y se riera de él, y todavía le hacía daño.
—Aspros y Deuteros fueron los gemelos nacidos bajo la estrella de Géminis hace más de doscientos años. –Kanon volvió a apropiarse de la palabra.— La luz y la sombra. El bien y el mal. Familiar, ciertamente.
—Kanon… —Shion susurró.
Pero, a pesar de todo, su mayor preocupación no era él, sino su gemelo. Era la primera vez que Saga había abandonado su posición de indiferencia total. Era la primera vez que veía emoción en su rostro… Era la primera vez que el par de esmeraldas que llevaba por ojos lo contemplaban buscando por respuestas. Súbitamente, le pareció infinitamente más frágil que el Saga que había abandonado el Inframundo a su lado envestido en un sapuri.
—Conocíamos la historia. La vivimos, fuimos parte de ella. –Shion declaró, por fin, cuando no pudo resistir por más tiempo la expectación que Kanon había creado en los otros.— Lo que nunca imaginamos, fue que viviríamos para verla repetirse en vosotros.
—¿Ellos fueron la antigua reencarnación de los gemelos? –preguntó Shaka.
—Así es. La reencarnación que peleó la anterior Guerra Santa.
—No es excusa, pero incluso para nosotros, lo más jóvenes entre los santos dorados de aquella generación, la historia de Aspros y Deuteros siempre estuvo llena de misterios. –intervino el de Libra. Bajó la mirada y los recuerdos de aquellos días fueron llegando lentamente a su cabeza.— Aspros era el mayor, el elegido. Deuteros, en cambio, había heredado una vida de desdicha. Desde que era solo un niño, su rostro fue cubierto de la vista de los curiosos y su existencia fue negada, condenándolo a convertirse en la sombra de su hermano. Se decía que nunca la importó ser el segundo, porque admiraba el brillo que despedía su gemelo. Se decía también que Aspros lo amaba como a nadie y lloraba en silencio ser la causa de las miserias de su hermano menor. Fue así por muchos años, hasta que la tragedia los golpeó.
—Aspros erró el camino. –todos retuvieron la respiración cuando Shion retomó la historia.— Se enfermó de poder y conspiró para asesinar al Patriarca Sage, mi maestro. Usó el Satán Imperial para destruir la mente de Deuteros, manejándola a su antojo. Entonces, en la noche elegida, hizo que atacara al viejo Patriarca. Si Asmita de Virgo no hubiera estado ahí, probablemente lo hubieran conseguido. Al ser atrapado y desenmascarado delante de la Orden, Aspros… —se detuvo. La sola palabra hería, dolía en el corazón, dadas las circunstancias actuales.— Aspros se suicidó.
Al dejar escapar la confesión, sintió una asfixiante presión en su pecho. El corazón se le rompía en mil pedazos. Saga, su pequeño Saga, había sufrido el mismo destino. No imaginaba la desesperación que le había llevado a eso: el dolor y la sensación de impotencia que lo habían arrastrado a esa decisión. Solo sabía que dolía. Dolía mucho.
—Mmm… —Kanon se llevó la mano a la boca. Giró los ojos con cinismo, enmascarando la rabia que se lo comía por dentro.— Os habéis saltado un parte bien importante. —las miradas regresaron a su control. Sonrió.— Aspros era el tipo ejemplar, simpático e insoportablemente perfecto al que no se le puede reclamar nada, hasta que enloquece, claro está. Pero no nos habéis contado, ¿qué fue lo que terminó de enloquecerle?
Al ver a Dohko apretar los dientes, se sintió infinitamente satisfecho. Los viejos habían querido abrir el baúl de los recuerdos y él no pasaría la oportunidad de restregárselos en la cara.
—No os oigo. –recalcó, con ese rostro duro y acusador tan propio de si.
—Aspros fue, desde siempre, el hombre considerado para sustituir al Patriarca Sage. Era un hombre irrefutable, un hombre consagrado a nuestra Orden.
—Shion, creo que estás exagerando. –el gemelo menor meneó la cabeza.— Era un loco que no supo soportar que le arrebataran el trono que tanto había deseado. –mientras soltaba las palabras, se atrevió a mirar a su hermano, a retarlo con la mirada.— No era tan perfecto como creían.
—No vamos a seguir con tu juego, Kanon. Se acabó. –siseó el chino, apretando los puños con tanta fuerza que se hizo daño.
—Entonces, supongo que no dirás que, quien arrebató el Patriarcado a Aspros, fue nada más, ni nada menos que… Sísifo de Sagitario. –giró su rostro hacia Aioros.— ¡Sorpresa! No lo imaginabais, ¿cierto? Aunque Sísifo tuvo mucha más suerte que tú. Vivió para contarlo.
Vio la mirada del arquero tornándose más y más severa, pero no le importó. Bastaba ver la forma en que le temblaban los puños cerrados para saber que Aioros estaba completamente roto. Una cosa era vivir y, otra muy diferente, sobrevivir. Si el arquero deseaba conseguir lo segundo, tendría que esforzarse por rehacer la vida que había perdido, mirando de frente a las verdades que realmente dolían.
—Ahora si, he terminado. –sentenció tras una pausa que duró siglos para los que estaban en el salón.— Sabéis toda la verdad, todo lo que deberíais haber sabido desde el primer día. Enfrentadla o devolved la vida que Athena os ha obsequiado.
Se puso de pie y se marchó, sin que nadie le detuviera y sin mirar atrás. Detrás de si, dejaba un caos de pensamientos, emociones y sentimientos encontrados. Si antes había preguntas, las respuestas solo habían levantado más cuestionamientos. Lo peor es que las nuevas dudas que surgían apuntaban hacia ellos mismos, hacia sus actos; lo que habían dejado pasar y lo que no habían hecho. El obstáculo a vencer no era más el pasado, sino el presente: ellos mismos.
El silencio de reflexión terminó varios minutos después, cuando la silla de Saga rechinó sobre el piso, al ponerse de pie. Mantenía la cabeza baja, con los ojos ocultos tras el flequillo de cabellos azules. En algún punto, levantó la vista y sus ojos coincidieron con los de Shion. Lo que el viejo lemuriano vio en ellos le partió el alma.
Ese par de esmeraldas terminaron de destrozarlo por dentro. La mirada de hielo, que antes reinase sobre su rostro, había desaparecido. Sus ojos ahora lucían huecos. Solo quedaba en ellos el vacío de un reproche infinito y el dolor de saber que todos le habían fallado.
“¿Cómo pudiste? Lo sabías. Sabías que esto pasaría y aún así… me abandonaste.” Le gritaron a Shion. Y no tenía excusas para darle… no tenía perdón.
Los pasos apresurados del gemelo resonaron en medio del silencio y el golpe de la puerta al cerrarse, selló el fin de esa reunión.
—¿Esto… ha terminado? –Milo preguntó. En ningún momento se atrevió a levantar la mirada para enfrentar la de Dohko, o la de Shion. Si lo hacía, su misma rabia lo traicionaría.
—Podéis marcharos, si así lo deseáis. Vuestros templos os esperan. –acotó Arles, ante la ausencia de palabras de los dos mayores.— Para lo que valga, Athena y el resto de nosotros nos sentimos felices de teneros de regreso. Espero que algún día podáis sentiros dichosos también. No lo entendéis ahora, pero este es el regalo más grande que cualquier podría daros: Una segunda oportunidad. –se aseguró de mirar a cada uno, aunque pocos le devolvieron la mirada.— No la desperdiciéis.
Después, se quedó ahí, viendo la sala vaciarse poco a poco. Al final solo quedaron cuatro personas además de él. Shion y Dohko no habían sido capaces de moverse de sus asientos. Kanon los había destrozado ahí mismo.
Aioria, un poco más allá, trataba de convencer a su hermano de marcharse, pero el santo de Sagitario estaba tan destruido como los otros dos. Arles no lo había visto así jamás, pero imaginaba que aquella reacción no distaba mucho de la que última que experimentase en su vida. Al final, el resultado tampoco era muy diferente: estaba solo. De nuevo, estaba solo.
Con parsimonia, el santo de Altair se puso de pie. Caminó lentamente hasta la puerta, y solo cuando la madera rechinó al abrirse para darle paso, miró atrás.
—¿Cómo fue posible que nadie se diera cuenta? –preguntó, antes de desaparecer de ahí.
—X—
Volvió a Géminis tan a prisa como le fue posible, siempre teniendo cuidado de que sus pasos nunca alcanzaran a Kanon. La escalinata se le hizo inesperadamente corta de tan ensimismado en sus pensamientos que iba. Sin embargo, cuando las paredes del Templo, de su Templo, lo rodearon, se dio cuenta de que había estado conteniendo el aire. El nudo de su garganta no se había aflojado lo más mínimo, y aunque lo intentara… le resultaba francamente difícil pensar en otra cosa que no fuera aquella última parte de la conversación.
Suspiró y se sobó los ojos antes de continuar. Si alguien le hubiera preguntado, él nunca hubiera hecho aquello de tal manera. Saga sabía de sobra que la historia era larga y difícil de comprender, dolorosa… A su manera de ver, obligándoles a lidiar con ella de una manera tan forzada, nada más despertar, solo conseguirían empeorar las cosas. Era como si todos estuvieran tensando una cuerda que en cualquier momento iba a romperse: como si hubieran soltado a los leones en una diminuta habitación.
Se acomodó la melena a la espalda con cansancio. Cualquier esperanza que Arles, Shion y Dohko tuvieran de solucionar lo que había pasado a lo largo de aquellos años, había saltado por los aires en el preciso momento en que Kanon había despegado los labios.
Atravesó el pasillo sin fijarse en nada de lo que le rodeaba, a pesar de que hacía más de una década que no pisaba aquel lugar que le había provocado tantas pesadillas, como alimentado tantos sueños. Caminó a toda prisa, cual autómata, con la única intención de dormir y, si era afortunado, despertar un par de días después. O una semana. Pero su suerte no sería tanta.
El aturdimiento que sintió al despertar en la Fuente, se esfumó nada más puso un pie en el Templo Papal. Quizá era el recelo que sentía, o por qué no decirlo: el miedo que le provocaba adentrarse en aquel palacio una vez más, y verse rodeado de todas aquellas miradas. Sin embargo, una vez había salido de allí, o más bien… huido, el cansancio insoportable había retornado a él sin piedad alguna. Se dejó caer en la cama, boca abajo, y cerró los ojos. Tomó una gran bocanada de aire, sintiéndose infinitamente aliviado de que aquella pantomima hubiera terminado.
Sin embargo, lejos de relajarse, cada palabra llena de veneno que Kanon había espetado, volvía una y otra vez a su cabeza. Su voz, su expresión desafiante y siempre burlona… incluso la mirada huidiza y lastimera de Shion. Fue como viajar al pasado una vez más. Bufó suavemente, pero antes de que tuviera tiempo de pensar en aquel asunto por más tiempo, los pasos a sus espaldas pusieron todos sus adormilados sentidos alerta. Abrió los ojos, sin moverse, consciente de que la única persona que podría rondar por allí en un momento como aquel era, ni más ni menos, que su hermano.
Apretó los dientes con fuerza, sin intención alguna de pronunciar palabra.
—Así qué… —Murmuró Kanon, igual que un gato perezoso.— Has hecho voto de silencio ¿o qué?
Saga no se movió, aunque casi podía imaginar su expresión: analizando cada movimiento suyo, y observándolo con detenimiento más acá de la puerta. Segundos después, respiró hondo, y terminó por incorporarse, hasta quedar sentado en la cama. Era de sobra consciente de que Kanon no lo dejaría en paz hasta que hubiera saciado su curiosidad.
Sus ojos se enredaron en la mirada de su gemelo, pero no tenía intención alguna de ceder frente a él. Había soportado suficiente aquel día.
—¿Para qué? –murmuró.— Ya te tenemos a ti para hablar por todos. –El menor sonrió ante la respuesta.
—Debo admitir que esperaba que en determinado punto estallaras ahí arriba. –Saga continuó viéndolo, tan inexpresivo como había lucido en el Templo Papal, pero con la furia bullendo poco a poco en su interior.— Me equivoqué.
—¿Estropeé tu lamentable actuación, Kanon? Ya lo siento.
—¿Actuación? –El menor negó con el rostro, mientras una sonrisa cínica lo adornaba.— Para nada… Sabes de sobra que no dije una sola mentira. –Saga alzó una ceja, lleno de incredulidad, y después se puso en pie.
—¿Sabes lo que creo? Que no eres más que un triste, hipócrita y falso.
—Esas son unas duras palabras después de tanto silencio.
—¿Tú crees? No se si debería aplaudirte por esa interpretación… ¡Ahí estaba el fabuloso Kanon! Sintiéndose con tanto derecho como cualquier otro a aleccionar a los demás, cuando es de los que más tendría que callar.
—Si me preguntas, creo que muchos ahí tenían varias cosas que esconder…
—No te pregunto. Pero, ¿sabes? Nunca he logrado entenderte del todo. Tú has sido el único que ha hecho como le ha venido en gana siempre, con todo y todos. El mismo que ha sacado valor para levantarse en ese salón, y hablar frente a los demás como si fuera un angelito al que el arrepentimiento le impide incluso respirar. –Kanon guardó silencio, pero no dejó de observarle fijamente un solo instante.— ¿Sabes lo que he sentido escuchándote? Asco. Asco porque manejas la historia a tu antojo, únicamente para que tu vida no se oiga tan patética como lo que en realidad es y, con suerte, dar un poco de lástima a la audiencia.
—Aunque te disguste, todo lo que he dicho ha sido la verdad. –insistió, no sin cierta sorpresa. Aquellas eran demasiadas palabras seguidas para proceder de su hermano.
—¿La verdad? –Dejó escapar una pequeña carcajada.— Te diré la verdad. Has detenido a Milo como si fueras un valiente justiciero de cuento. Has hablado de toda esa gente que murió a lo largo de tu reinado en Atlantis, como si no hubieran sido más que daños colaterales. Claro que, ni te importaron entonces, ni te importan ahora… ni ellos, ni nadie. Aquí solamente importas tú. Has matado porque te ha venido en gana hacerlo, igual que ahora actúas bajo un magnífico guión. ¿Una experiencia mística te cambio la vida? No me hagas reír. –La mandíbula de Kanon se tensó ante el cuestionamiento.— Has escupido sobre esta Orden cada vez has que tenido ocasión, te has reído de nosotros cuanto has querido… Y tu única participación en el día de hoy ha sido para azuzar a unos contra otros: has manejado la historia a tu conveniencia solamente para sacar partido. Ese es el verdadero Kanon. El oportunista, el de siempre, el que no ha cambiado ni un poquito en todos estos años.
—Eso no es cierto. Necesitaban escuchar la historia que unos y otros aquí se han esforzado por mantener oculta.
—No, Kanon. Tú necesitabas que escucharan tu verdad porque, con suerte, quedarías medianamente bien ante todos. Lo de Aspros y Deuteros era innecesario. –Esta vez, el menor ladeó el rostro.
—Eso te ha dolido más de lo que pensaba, incluso se te notó ahí arriba.
—¿Y? ¿Qué buscabas? ¿Qué me echara a llorar ahí mismo? ¿Con qué derecho vuelves todas las miradas en contra de Shion y Dohko? ¿Con qué derecho vienes aquí a reprocharle nada a nadie?
—Queremos empezar de cero, ¿no? Sabes tan bien como yo, que el Santuario siempre ha sido un nido de secretos, y que siguiendo ese camino las cosas no funcionaran. Nadie aquí esta libre de culpa.
—Deberías estar tan callado como una tumba, en lugar de enamorarte de tu propia voz cada vez que hablas.
—¡Oh, venga ya! –bufó.— ¿Eso es lo que vas a hacer tú todo el tiempo?
—¿Te parece que tengo algo que merezca la pena decir? –Dio un par de pasos hacia él.
—Creo que tú tampoco has cambiado tanto, por lo que parece. Estas dispuesto a callar ante todo lo que sea que te digan. ¡Déjame adivinar! Es lo que se espera de ti, ¿no?
—No tengo nada que decir en mi defensa, todos saben mi historia de un modo u otro. Pero tengo una cosa que se llama conciencia, y que me impide formar parte de una farsa como la tuya. Mi historia es la que es, cada cual piense lo que deba pensar al respecto: no hay necesidad de adornarla ni colorearla para excusarme o dar lastima al gran público.
—Ese es un modo de lo más sutil para decir que eres un cobarde. –Las palabras fluyeron de sus labios sin que las pensara dos veces. Saga ladeó el rostro y entrecerró los ojos, al escucharlas.— Mírate, ahora hablas, hablas y hablas… pero tampoco eres distinto a mi. Has callado frente a ellos por un único motivo: evitar que te cuestionen. Eso era lo que más te convenía, ¿no?
—Han pasado catorce años, Kanon. –murmuró.— ¿Qué pasa? ¿Solamente puedes aceptar tus errores si van acompañados de los míos? Cualquiera diría que en este tiempo hubieras aprendido a vivir tu vida y a afrontar tus propios actos, sin acordarte si quiera de mi existencia. Pero al parecer, todo sigue girando de algún modo extraño alrededor de mi. –Frunció el ceño un poco más si era posible, y las palabras siguieron fluyendo con tranquilidad, a pesar de lo turbado que se sentía.— Cada palabra que ha construido tu gran historia, en conclusión no ha sido más que un dardo venenoso hacía mi. ¡Casi me conmueves con la parte de Cabo Sunion!
—Eso suena peligrosamente egocéntrico… —Aunque si lo pensaba bien, Saga iba bastante acertado. Cada parte de su discurso había ido dirigida especialmente a él y al arquero.
—Si, Kanon, como digas. –No dejó de ver sus ojos con fiereza un solo segundo.— No se que te hace sentir diferente, o especial y digno de un trato mejor. Afrodita, Máscara Mortal y tú, sois caras de una misma moneda. Conscientes de cada segundo de traición cometida a voluntad. –Se dio cuenta inmediatamente de que, sin querer, había delatado todo lo que Cáncer y Piscis habían provocado en su interior con su confesión.— La diferencia es que, al contrario que tú, ellos no han intentado colorear su historia. Me llamas cobarde por guardar silencio, pero deberías tener el valor para hacer lo propio y dejarte de espectáculos absurdos.
—Son los demás quienes han de juzgar eso, me dieron la oportunidad…
—¿La oportunidad de qué? ¿De sentirte por encima de ellos? –Le interrumpió antes de que continuara.— Deberías ir haciéndote a la idea de que es hora de crecer. En estos años, las cosas han cambiado más de lo que piensas. Puede que a Milo le sirviera lo sucedido durante la batalla de Hades para ignorar tu brillante historial, pero te diré algo: a mi no. ¿Por cuánto tiempo fuiste uno de los nuestros? ¿Medio día? Ni siquiera creo que llegue a tanto. Eso no justifica nada, ni aligera tu estupidez, ni te pone a la altura de los demás. Eso no borra toda una vida de error en error. Deberías empezar a comprenderlo. Mientras tú manejabas tu gran teatro, ellos han sufrido y han muerto. Pero ahí estas, con el valor suficiente como haberles hablado de esa manera, y con tanto veneno. No era eso lo que necesitaban. Ni ellos, ni Shion, ni Aioros.
—¡Ellos también se equivocaron! Les estas disculpando, y deberías haber sido tú quien les reprochara haberte dejado tirado. Fue eso exactamente lo que hicieron, los que más te adoraban. Te he hecho un favor.
—Abstente entonces de hacerme más favores. No sabía que de pronto te importara tanto lo que sucediera conmigo… —Dibujó una sonrisa irónica.— Después de tanto esfuerzo por pisotearme, comprenderás que tu interés en mi defensa resulta extraño. No soy un bebé y, desde luego, no necesito tu valiosa ayuda. Ellos necesitaban escuchar una disculpa, una como la de Shura, no un montón de excusas.
—Tampoco tú has pedido perdón.
—No. Pero, a diferencia de ti, tampoco me he reído en su cara. –volvió a la cama, y se sentó.— Sigues siendo el mismo mocoso de hace catorce años, no has cambiado un ápice; pero te sorprenderías de lo mucho que hemos cambiado los demás.
—Cómo digas. –Rodó los ojos.— He hecho lo que creí conveniente, y lo que necesitaba hacer. Si no te gusta, no es problema mío.
—Perfecto, entonces. –Se acostó, y cerró los ojos.— Cierra la puerta al salir.
Kanon parpadeó un par de veces, perplejo. Saga podía decir todo lo que quisiera acerca de su participación en aquella estúpida reunión. No se arrepentía de nada de lo que había dicho y hecho. Pero, de alguna manera, había esperado que sirviera para igualar el marcador: para empezar de cero. Ahora, resultaba obvio que se había equivocado creyendo tal cosa.
—¿Y eso es todo? –espetó.— Independientemente de que te hayan gustado los modos o no, he confesado toda mi vida. ¿No tienes ni una mísera pregunta que hacer al respecto?
—No, no me interesa. –Kanon dejó escapar una pequeña carcajada llena de resignación, pero contemplando a su gemelo, supo que la conversación había terminado. Se humedeció los labios resecos, y negó lentamente con el rostro. Después, giró sobre sus talones y abandonó la habitación.
—X—
Echó un último vistazo atrás antes de irse. Apenas una mochila era suficiente para sus pocas pertenencias… al menos para aquellas que podía necesitar. Se aseguró de dejar su llave en la entrada, junto al teléfono. Y solo tras mucho pensarlo, se decidió a dejar una nota que explicara su súbita desaparición. No era la primera vez que hacía algo así, pero eran amigos al fin y al cabo. La habían tratado como a una más desde el primer momento… a pesar del gran vacío que era su existencia.
Cerró la puerta, y se marchó. Corrió a toda velocidad, hasta que llegó al puerto, y sin pensárselo dos veces, embarcó en el primer ferrie que pudiera llevarla hasta Naxos.
Habían pasado horas desde que dejara Rodhas atrás. Se había acurrucado en uno de los asientos en la cubierta, y abrazada al viejo Señor Orejas, había contemplado el pasar del tiempo en el incesante movimiento de las olas. Después, la silueta lejana de Naxos había ido creciendo en el horizonte, y antes de que se diera cuenta, sus pies pisaban tierra firme.
Vagó por las callejuelas del puerto, pensando una y otra vez en el motivo que la había llevado hasta allí. Se sopló el flequillo. No había necesitado más que un segundo para tomar la decisión, ahora solamente podía preguntarse si había sido lo correcto… y lo que era más importante aún, ¿Deltha estaría de acuerdo?
Le dio un último vistazo al sobre arrugado que guardaba en el bolsillo.
No había visto a Deltha en todos aquellos años más que un par de veces, y a decir verdad, en ninguna de esas ocasiones habían sabido qué decirse. Sus vidas pasadas parecían tan lejanas como reales y dolorosas: verse no hacía más que empeorar sus heridas. Sin embargo, se escribían a menudo, contándose cualquier estupidez que les hubiera sucedido en aquella vida normal a la que rápidamente se habían acostumbrado.
Respiró hondo y buscó la dirección que se sabía de memoria. Casi podía ver su cara de espanto cuando le dijera a qué había venido, pero no podía pillarla de sorpresa, ¿no? Ella lo había sentido. Naia les había sentido volver, uno a uno. Sus cosmos habían brillado en la lejanía, sumamente débiles, pero iguales a una explosión de fuegos artificiales: habían despertado algo que hacía mucho tiempo estaba dormido, y el hecho de saberles vivos… era demasiado sobrecogedor como para poder ignorarlo. Estaban ahí, vivos y diferentes a las veces anteriores.
Subió las escaleras, después de haberse equivocado en un par de ocasiones, y comprobó varias veces el número de la puerta que tenía frente a si. Era la correcta y, con suerte, Deltha estaría del otro lado. Estiró la mano y presionó el timbre. Se mordió los labios y apretó con fuerza al conejo de peluche. No tardó en escuchar los pasos apresurados al otro lado, y finalmente, tras unos segundos que se le hicieron eternos… Deltha abrió la puerta.
Sus miradas se encontraron, por primera vez en mucho tiempo, y la cara de sorpresa de la pelipurpura, provocó una sonrisa tímida en la otra.
—Naia… —murmuró.
—¡Hey! –atinó a decir con nerviosismo.
Del estiró los brazos y la abrazó, como hacía siempre que se veían. Naiara se encontró suspirando ante lo familiar de su olor, ante la nostalgia que su presencia despertaba… y ante lo inquieta que se encontraba. Segundos después se separaron, y Deltha la invitó a entrar.
—No sabía que vendrías… —aunque aquello no era del todo cierto. A decir verdad, Deltha la había estado esperando.
—Lo sabías. Tú también lo has sentido, ¿verdad?
Naia no necesitaba respuesta alguna. Su amiga afiló la mirada por un momento, e inmediatamente después, agachó el rostro. Por supuesto que lo había sentido. Porque para ella, había sido infinitamente diferente a las veces anteriores en que había logrado sentir sus cosmos en la inmensa lejanía. Esta vez Aioros había vuelto también.
Se sentó en el sofá sin decir nada, y Naia se mantuvo de pie. Deltha se llevó las manos a la boca, y perdió la mirada en algún rincón de su pequeño salón. No le había pasado inadvertida la presencia del Señor Orejas y eso solamente podía significar una cosa. Las intenciones de Naiara eran claras.
—No tiene por qué significar nada. –Al menos eso era lo que quería creer.— Ya les sentimos antes, Naia. Solo vuelven para volver a desaparecer. –No era nada difícil recordar la noche del eclipse, meses atrás. La inquietud había sido tanta, que incluso el aire había escaseado de sus pulmones.— Los cosmos del Santuario no paran de cambiar, de ir y venir.
—¡Esta vez es diferente! –exclamó sentándose a su lado.— Se siente de otra manera, Del… Ahora…
—¿Ahora qué? –se adelantó.
—Aioros ha vuelto. –Aquel era su cartucho definitivo. Sabía bien que no había manera de convencerla de nada sin utilizar aquello, aunque no la gustara.— Está ahí… vivo. –Deltha se mordió los labios y abrazó el cojín que tenía más cerca.
—Ha pasado mucho tiempo, Naia. –Y ni un solo día había dejado de doler. Casi podía sentir los labios de Aioros acariciando los suyos por última vez, prometiendo que volvería… Nunca lo hizo. Nunca iba a hacerlo.— Las cosas han cambiado… nosotras hemos cambiado.
Naiara sujetó su rostro con las manos, obligándola a mirarla a los ojos. Aquellas pozos de almendra se veían tristes y doloridos, como siempre desde que habían huido del Santuario. Tragó saliva.
—Hay heridas que nunca se curan, Deltha. Lo sé bien. –Y claro que lo hacía… ella también había perdido mucho, empezando por su propio hermano.— Pero no puedes simplemente dejar pasar la oportunidad. Solamente el hecho de sentir su presencia es un milagro… un regalo.
—Antes o después lo matarán. –Las palabras surgieron con tanto aplomo que dolieron.— Ya pasé por eso una vez, no pienso pasarlo una segunda. Todo quedó atrás, ahora tenemos una vida normal. Podemos ser felices con las cosas sencillas que hemos conseguido a lo largo de este tiempo, podemos…
—No, no podemos. –murmuró.— No puedo. Quizá tengas razón… —apartó la mirada por un instante.— Quizá solo sirva para ver morir a unos y otros… —sonrió con tristeza.— Pero eso ya lo sabíamos desde el principio.
—¡No es tan sencillo! –exclamó, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.— No sabemos que paso allí, no entendemos nada de lo que hemos sentido hasta ahora. ¿Recuerdas el eclipse? ¡Dolió! –Se llevó una mano al pecho y luego se cruzó de brazos, bufando de frustración.— Nosotras no somos más que un par de desertoras… No tenemos hueco allí.
La morena tomó sus manos y, casi llorando con ella, las estrechó con fuerza.
—Tenemos que volver, Del.
Continuará...
NdA:
Sunrise, Damis: ¡Hemos vuelto! ¡Todos!
Kanon: ¿Trajisteis a Zarek y Orestes también?
Damis: ¡No! ¬¬’
Saga: ¿No podíais haber dejado allí a Kanon también? ¬¬’
Aioros: Eso hubiera sido demasiada buena suerte @.@ ¿Dónde estoy? ¿Quién soy? ¿Qué ha pasado?
Kanon: ¡Está amnésico!
Saga: No ¬¬, es solo que Sun lo estaba abrazando demasiado fuerte y la sangre no le llega al cerebro u_u
Damis: Hablando de amnésicos… solo como recordatorio para los despistados, y para los nuevos… mencionaremos que el fic trata principalmente de las aventuras y desventuras de Saga, Kanon y Aioros.
Sunrise: Los demás goldies participan, por supuesto. Pero la historia esta centrada en nuestros nenes favoritos.
Damis: Dicho esto, os recordamos que publicamos también en DeviantArt y que podeís, o debéis, visitar nuestro grupo!
Sunrise: Dejad review!!! Y…
Damis, Sunrise: Viven!! VIVEN!!! VI-VEN!!! WAHAHAHAHA
Renacer 02 Confrontaciones
Esta entrada es la parte [part not set] de 3 de la serie RenacerRenacerRenacer 03...
Leer másDonde Todo Empieza: Renacer
«Donde Todo Empieza: Renacer» es el segundo fanfic publicado por la Sociedad de Malvadas, por ahí...
Leer más