Renacer 02 Confrontaciones

Esta entrada es la parte [part not set] de 3 de la serie Renacer

Capítulo 2: Confrontaciones

Kanon abrió los ojos con cierto hastío. Se revolvió en la cama, descubriendo con disgusto que las sábanas yacían hechas un nudo a sus pies. Terminó de apartarlas con sus piernas hasta que cayeron al suelo, y solamente entonces, rodó sobre si mismo hasta quedar boca arriba. Pasó los dedos por la maraña azul que era su melena, y apartó las largas hebras de su rostro. Respiró hondo y, durante unos segundos, su mirada esmeralda permaneció fija en el techo.

Se sentía sorprendentemente relajado, a pesar de que no había logrado hacer a un lado los pensamientos acerca de la reunión en el templo papal. Así que se levantó de un salto, y después de lavarse la cara, se vistió.

Todo el templo estaba sumido en un silencio sepulcral, por lo que dio por hecho que Saga continuaba dormido. No era que hubiera mucha diferencia a cuando estaba despierto, su hermano era tan silencioso, que de no ser por aquella extraña manera natural en que destacaba, en la mayor parte de las ocasiones hubiera pasado desapercibido.

Abrió los ojos con cierta emoción cuando descubrió la bandeja de galletas sobre la mesa de la cocina. Hacía décadas que no las probaba. Se adueñó de un par de ellas y, no sin antes echar un último vistazo en dirección a la puerta de su gemelo, abandonó Géminis.

A decir verdad, aquel sigilo de Saga, era algo que ambos compartían. Aunque, estaba seguro, era él quien lograba mimetizarse con el ambiente a la perfección. Siempre había sido así. Por un motivo u otro, su hermano siempre terminaba en el centro de atención aún sin proponérselo: no importaba cuan discreto fuera. Él, mientras tanto, había desarrollado una habilidad increíble para ver sin ser visto y escuchar sin ser notado. Quizá debía agradecer, después de todo, que Saga hubiera brillado tanto.

El Santuario aún dormía, y solamente unos pocos habían comenzado ya con los tantos quehaceres que restaban por hacer. Sin embargo, aquella suave brisa fresca de la mañana, nunca antes había resultado tan placentera. Paseó sin prisa por cada rincón de los territorios de Athena, igual que hubiera hecho no mucho tiempo atrás: cuando la amenaza de Hades era demasiado cercana y real. Pero ahora, las cosas eran distintas. Nadie se había percatado de su presencia en aquel entonces, a pesar de que cada mañana hacía el mismo recorrido. Ahora, el sol había hecho a un lado a las tinieblas, brillando con más fuerza que nunca. Quizá era una señal, pero, incluso él se sorprendió de aquel optimismo que crecía en su interior.

Llegó a una de las pequeñas calas que rodeaban el Santuario rápidamente. Se deshizo de su ropa, y antes de que le diera tiempo a pensarlo dos veces, se zambulló en el agua. El mar estaba tranquilo… tanto como nunca antes.

No pudo evitar pensar en Julian, en Atlantis. En todo lo que había pasado y en que, al igual que ellos, estaban de vuelta. En cierta manera, debía admitir que se había sentido tan aliviado como inquieto al escuchar aquella noticia de los labios de Shion. Todo lo que había sucedido ahí abajo, para él no había sido más que el tortuoso camino que habría de llevarle a su tan ansiada venganza. No habían significado nada. Les había utilizado, y ellos… que habían confiado en él, habían muerto por su causa, aún siendo equivocada.

Se sumergió unos segundos y contuvo la respiración, dejándose acariciar por los delicados dedos del mar. Estaba tranquilo. Su mente estaba repleta de pensamientos de lo más dispares, y su conciencia le gritaba a cada oportunidad. Sin embargo, no le incomodaba. Lo hecho, hecho estaba, para bien o para mal. Podía castigarse, sin solucionar nada… o podía vivir, y dejar el pasado donde estaba.

Salió en busca de aire en cuanto sus pulmones se quejaron. Dio un par de grandes bocanadas de oxígeno y se limpió los ojos. Solamente entonces, reparó en que no estaba solo.

Milo lo observaba, no sin cierto interés, sentado justamente donde había dejado su ropa.

Kanon entrecerró los ojos, sorprendido de su presencia allí: especialmente después de todo lo que dijo en la famosa reunión. Se apartó el pelo de la cara, y salió. Caminó con cierta desgana, hasta que alcanzó al escorpión, y se sentó a su lado.

—¿Te caíste de la cama? –preguntó el menor, ahogando un bostezo.

—Podría preguntar lo mismo.

—Escorpio está tan reluciente y ordenado que me da miedo. –dibujó un mohín de disgusto y continuó.— Huí.

—Ya. –dejó escapar una suave carcajada, sonsacándole una sonrisa a Milo.

—Te ves bien. ¿Descansaste?

—Fueron unas cuantas horas reparadoras.

—Ya lo creo. –Milo se apartó un mechón ondulado de su cabello.

 

Guardó silencio, pero aquella no fue una pausa del todo incómoda. No era que no se atreviera a hablar, simplemente era que no sabía qué debía decir. Veía a Kanon y no lograba echar a un lado todo lo que había dicho aquella tarde. O más bien, todo lo que había espetado. No había mencionado nada que fuera mentira, pero lo había dicho, o más bien escupido, sin una pizca de sutileza. No le culpaba por ello, después de todo, nunca habían estados acostumbrados a tales miramientos. El problema era que, ahora comprendía, no estaban preparados para que las cosas fueran así de rápido.

—Ha sido una vuelta de lo más… —Kanon lo miró de soslayo, e inmediatamente después, volvió la vista  al mar.— …sorprendente.

—¿Tú crees? –Milo ladeó el rostro, mientras sus manos jugueteaban con la arena.

—Bueno, las otras veces la situación parecía menos turbulenta. —Kanon negó lentamente con el rostro.

—¿Qué otras situaciones? ¿Volver a la vida durante viejas batallas? ¿Conversaciones entre Exclamación de Athena y Exclamación? –Se encogió de hombros.— Lamento decirte esto, Milo. Pero es bien distinto eso, a una vida de verdad. No podíais creer realmente que, aunque en los últimos momentos de la batalla de Hades todo fuera un final propio de cuento de hadas; al volver a la vida, las cosas iban a seguir bien. Fueron solamente un par de horas al límite, donde lo que pasara con nosotros no importaba demasiado. Y aún así no nos fue muy bien hasta el último momento… —El Escorpión dorado frunció el ceño, a sabiendas de que tenía razón.— Ahora las cosas son diferentes.  Nuestra vida no va a durar solamente unas horas más… y si todo hubiera estado tan bien, nada de lo que dije ayer se os hubiera indigestado.

—Nos pillaste por sorpresa. –no encontró nada mejor que decir. Recordaba que Kanon podía ser muchas cosas, pero no hablaba en vano. Los gemelos eran iguales en eso.—Había cosas que no sabíamos, y otras que…

—En realidad, no deseabais escuchar nada de lo que dije, y entiendo por qué. –Se encogió de hombros.— Pero si yo no lo hubiera dicho, hubiéramos estado esquivando el asunto por toda la eternidad. Quizá no tengo mucho derecho a hacerlo… —Saga se lo había escupido con tanta sutileza, como él había utilizado al airear todos los trapos sucios de la Orden.— Pero me gustaría que las cosas funcionaran… –Por eso no le había importado verse como un cínico egoísta. De verdad quería aquello… y sabía de sobra que sería difícil y doloroso: pero era un dolor que estaba dispuesto a soportar.

Milo detuvo sus juegos con la arena, se limpió las manos, y lo miró burlón.

—Cualquiera diría que has madurado, Kanon… —Y es que, escuchar a aquel nuevo Kanon: mezcla del antiguo y del desconocido, resultaba tan extraño como agradable.  El gemelo rió.

—X—

Tomó aire con lentitud, y se revolvió suavemente en una de las gradas. Aún las sentía frescas, libres del abrasador tacto del sol, o quizá era él quien seguía estando demasiado dormido como para notar el calor.

Se estaba esforzando mucho por hacer caso omiso de todas las miradas furtivas que de un modo u otro terminaban fijándose en él, pero no era tan fácil como parecía. Ahora comprendía, que su instinto podía haber estado muerto tanto tiempo como él, pero se había desperezado mucho antes. Por la cabeza de Saga, la idea de aparecer por el coliseo esa mañana, ni siquiera se había planteado… ni esa mañana, ni en ningún futuro cercano. Sabía de sobra que, de todos los lugares del Santuario, allí era donde se fraguaban los chismes y nacían todos los comentarios mal disimulados. No quería, ni necesitaba, ver sus caras o escuchar sus voces para que le recordaran nada.

Reconocía todos aquellos rostros y miradas que lo veían con desconfianza y recelo. Unos habían perdido la vida a costa suya, y otros… le habían sobrevivido. No había gran diferencia, de todos modos: todos habían vivido un infierno.

Tragó saliva, se apartó la melena, y se concentró lo mejor que pudo en Shura y Camus unos pasos más allá. De no haber sido por ellos, no habría salido de Géminis en años. Pero, tal y como recordaba, su buena suerte brillaba por su ausencia. Solamente había salido a tomar el aire a las escaleras de su templo, un par de minutos nada más… pero  ellos aparecieron. Estaban de paso, ni siquiera le habían obligado a seguirles, simplemente habían dejado la pregunta en el aire y se sintió incapaz de decir que no.

Desde entonces, no había pronunciado más que un par de palabras. Nunca había sido muy hablador, pero en esa ocasión tampoco tenía muy claro que tenía que decir… Solamente atinaba a escuchar su tímida charla, viendo de uno a otro sin apenas moverse: intentando pasar tan desapercibido como le fuera posible. Ellos recordaban a dos Sagas diferentes: el mocosito soñador al que idolatraban, y el… traidor resucitado. En aquel momento no era ni uno, ni otro. Se encontraba en un extraño limbo del que no tenía muy claro como salir. Y no estaba demasiado acostumbrado a las dudas.

El chiquillo que había sido, al que ellos querían y admiraban, hacía mucho tiempo que había desaparecido. Sin embargo, le gustaba recordarse a si mismo durante la batalla de Hades. Le hacía sentir mejor, más fuerte… Le recordaba que aquello era para lo que había nacido y que de veras lo hacía bien. Le gustaba pensar que, de alguna manera, les había servido de algo: que su propia desesperanza o, más bien la creencia de que él ya estaba condenado, había logrado arrastrarles hasta el éxito, a pesar del tortuoso camino. Quizá sonaba ligeramente engreído, pero era lo único bueno que atinaba a recordar de si mismo.

—Empieza a hacer calor. –Shura se sentó, con la respiración agitada, en el suelo arenoso frente a él, entrecerrando los ojos por el creciente brillo del sol. Camus, por el contrario, se sentó a su lado, asintiendo.

—Pensé que las cosas estarían peor. –añadió el francés.

—Se han dado prisa con todos los trabajos. –murmuró Saga.

—Si, se han esforzado mucho.

—Lo peor de todo será acostumbrarse a todos… otra vez.

Y Shura estaba en lo cierto, entre supervivientes y santos resucitados muertos en diferentes épocas, la situación era tan bizarra como incómoda. Las explicaciones se sucedían, repitiéndose una y otra vez: rellenando los huecos que les quedaban a unos, con los detalles que les sobraban a otros. Detalles escabrosos, por cierto… como aquellos que atraían continuamente las miradas hacía él. Saga se sopló el flequillo y Shura continuó.

—Todos están bastante confusos.

—Es normal. –Camus se encogió sutilmente de hombros.— Esto va a tomar un tiempo.

El geminiano, continuó en silencio, como discreto observador de aquella escueta charla de los dos. No tenía nada que aportar, nada que ellos no notaran por si mismos. Pero no podía dejar de verles. No había esperado compañía, mucho menos aún que la compañía terminara por ir a buscarlo a casa. Y desde luego, no estaba seguro ni de quererla, ni de ser buen compañero en aquel momento. Su interior estaba demasiado confundido.

Se sentía enfadado y a la vez, dolido, pero también avergonzado y terriblemente ansioso. Por un instante, echó en falta la agobiante seguridad de la máscara de plata que había cubierto su rostro durante años. Ahora se sentía terriblemente vulnerable, y a pesar de que se había controlado como había podido… no tenía muy claro hasta cuando podría mantener en pie aquel teatro.

—¿Y Milo? Pensé que no se separaría de ti… —Al escuchar el nombre del benjamín, Saga volvió a la conversación e, inmediatamente, su mirada voló hasta Camus. No era el único que no sabía que decir.

—No lo se. –Echó la cabeza atrás y cerró los ojos, dejándose acariciar por la brisa.— No estaba en Escorpio.

—Ya veo… —Shura se revolvió el pelo, con cierto nerviosismo.

Aunque en ese momento no lo supiera, sus sensaciones no eran diferentes a las que se anudaban en la garganta de Saga. Se sentía en el centro del huracán, agitado y débil… La reunión había sacudido su, de por si, inestable mundo. Vio al mayor de soslayo, fugazmente, y no pudo sino pensar en lo irónico de la situación. Tenía motivos para estar, al menos, molesto y herido por sus actos. Igual que todos los demás. Sin embargo, había algo que le impedía hacerlo, y ese algo, era aquel raro vínculo que habían forjado en la batalla contra Hades.

—Esto es extraño. –resopló Saga en un hilo de voz, más para si mismo que otra cosa. Las miradas de ambos se centraron en él inmediatamente, pero el peliazul encontró en sus manos un espectáculo fascinante.

—¿El qué? –preguntó Camus, sorprendido de su repentina e inesperada intervención. Su silencio no le resultaba molesto, tampoco inesperado, pero lo prefería allí así… que en Géminis.

—Todo. –Saga hubiera querido reírse en aquel momento, pero solo atinó a sonreír con cierta tristeza. Se encogió de hombros, y su mirada se paseó por el coliseo.— No es como que me conozcáis demasiado. –Se crujió los dedos de las manos. Estaba más nervioso de lo que le gustaría admitir.— Y aquí estamos los tres…

Hubo unos segundos de silencio en los que Saga deseó no haber hablado. Tragó saliva, y perdió la mirada en el horizonte del coliseo. Sabía que los dos lo estaban mirando, intentando descubrir lo intrincado de su mente a través de sus pocos gestos y palabras.

—No hagas esto. –exigió Camus con seriedad.

—¿El qué?

—Complicarte la vida innecesariamente.

—No es que me la complique… —Rió internamente. ¡No creía poder complicarla más de lo que estaba! Con un gesto, apenas perceptible, de su rostro, señaló al resto de la gente.— Yo les oigo hablar, vosotros les oís… No van a cansarse, ni a detenerse próximamente. Os aseguro que eso no va a ayudar. Día a día van a estar ahí murmurando…

—Siempre han hablado. –dijo Shura. Debía admitir que le resultaba extraño escucharle hablar de algo que, obviamente, le atemorizaba. Más aún con esa inquebrantable calma con la que pronunciaba cada sílaba.— No es que haya cambiado nada… —Y estaba en lo cierto, la diferencia es que hacía catorce años que Saga no estaba ahí para enfrentarles y escucharles directamente.

—De todos modos, ellos no son el problema.

—¡No! –el español, cruzó las piernas, cambiando de posición, y resopló.— Somos nosotros, Kanon lo dejó bastante claro… —Saga no supo identificar aquel sentimiento que transmitía su voz. ¿Tristeza? ¿Amargura? ¿Reproche? Solo sabía que la mención de su gemelo lo hizo estremecer.

—Creo que no es eso lo que él quiere decir, Shura. No del todo. –Saga ladeó el rostro con curiosidad cuando Camus intercedió.— Yo también me lo pregunté, incluso tú, estoy seguro. –El moreno lo miró, silencioso y a la expectativa.— El único recuerdo que tenemos juntos en catorce años, es la batalla de Hades. ¿O no? –Shura permaneció quieto unos segundos. Era una afirmación terriblemente triste, pero cierta. Terminó por asentir.— Para mi es suficiente. –Sus ojos de hielo se clavaron en las esmeraldas de Saga.— Es lo que sabemos de ti. ¿Qué más quieres que sepamos? –el geminiano guardó silencio.

—Bueno… —interrumpió el de Capricornio, con una tenue sonrisa en los labios.

Camus había sido siempre extremadamente serio, incluso de niño, pero asombrosamente perspicaz, y aquel caso no había sido diferente. Como el mismo había dicho, solo unas horas habían vivido juntos: lo suficiente para que con solo oler el miedo de uno, provocara una reacción en los otros dos.

—En caso de que no nos atrevamos a hablar… —continuó.— Tienes un hermano que se encargara de airear los trapos sucios de toda la Orden, de cinco o seis generaciones si es necesario. No hay nada que temer ya, y no creo que necesitemos más.

Shura había captado perfectamente por donde iban encaminadas las palabras de Camus, y se sintió súbitamente aliviado al confirmar que aquel sentimiento que llevaba acosándolo toda la mañana, era compartido. Amplió la sonrisa, y por primera vez en mucho tiempo, se sintió parte de un pequeño equipo de verdad. Las cosas ya eran lo suficientemente difíciles como para hacerlo tan solos como habían estado siempre, fuera por el motivo que fuera: ya no era necesario.

—Pasamos doce horas horribles juntos.  –Camus se puso en pie mientras hablaba.— Lo que pasó antes de eso, pasó. Todos metimos la pata a lo grande aquí. –miró de uno a otro, consciente de que los dos lo estaban pasando peor de lo que podía imaginar.— Pero en esa batalla, quienes peleábamos éramos nosotros tres. Nosotros, nuestro verdadero “yo”. –Saga sostuvo su mirada, sin apenas pestañear, mientras Shura les miraba alternativamente.— Era una situación extrema, desde luego; y aún así, dimos lo mejor de nosotros mismos. Me quedo con eso. Y es lo que deberíais hacer vosotros también. –Subió un par de escalones, sin intención alguna de demorarse más bajo el sol.— No puedo comprender como os sentís ahora mismo. Se como me siento yo, y eso me sirve para hacerme una diminuta idea. Pero no busquéis más explicaciones. –fijó su mirada en Saga y, con cierta autoridad, continuó.— Me da lo mismo dónde te metiste en esos trece años, Saga. Estuvimos juntos hasta el final, y volvería a hacerlo sin dudar. Si volviera a pasar por algo así, no querría a nadie más, a parte de vosotros, junto a mi.

Saga parpadeó un par de veces, sin encontrar palabra alguna con la que rebatir todo aquello. Se sintió inesperadamente relajado. Quizá porque Camus lo había tomado totalmente desprevenido con aquella pequeña arenga y lo había hecho sentir mejor. Al menos un poco.  

—Vaya. –Shura se puso en pie de un salto, con los ánimos renovados.— Y yo que pensaba que no lograríamos articular más de cuatro palabras seguidas entre los tres. –A Saga le resultó difícil disimular la sonrisa.— “Los habladores”, deberían llamarnos…  

—Volvamos a casa. –Camus imitó el gesto, y sonrió.— Si seguimos más tiempo aquí, los cerebros de todos esos colapsaran entre tanta habladuría.

Saga les siguió cuando escuchó la tenue risa de Shura un poco más allá. Podía jurar que nunca lo había escuchado reír, y si lo había hecho…era demasiado pequeño como para recordarlo. Aquel sonido se sintió tan bien por un momento, que el mal rato que había pasado allí expuesto mereció la pena. ¿Quién le hubiera dicho que una batalla a muerte podía unirles de tal manera? Nunca lo hubiera imaginado, pero ahora era algo innegable.

Suspiró, caminando tras ellos, y vio fugazmente en dirección a las Doce Casas.

Se sentía mejor, si. Le habían quitado un enorme peso de encima, pero el panorama continuaba siendo tan desolador como al principio, y ninguno estaba del todo preparado para confrontar a los demás. Él solamente deseaba correr hasta Géminis, dormir unas pocas horas más, las suficientes como para olvidar los susurros, y concentrarse en buscar un modo de salir adelante en aquella vida que se le presentaba. Tendría que volver a acostumbrarse a todo aquello, y no tenía la menor idea de cómo hacerlo. Aquellos catorce años habían sido difíciles para todos, pero distintos sin lugar a dudas. Cada uno lo había vivido y sentido de una manera… La posibilidad de que no todos encarasen las cosas como Shura y Camus, era demasiado amenazante.  

—X—

El agua fría sobre el cuerpo le había resultado reconfortante. Se secó el rostro con suavidad y, por enésima vez en las pocas horas que llevaba despierto, se miró en el espejo. Y es que, a Aioros, le era imposible no mirarse a si mismo y pensar en lo desconocido que se resultaba. Su rostro era diferente, su cuerpo era diferente, todo él era diferente.

Salió del cuarto de baño con el cuerpo a medio secar, la melena revuelta y la toalla húmeda atada a la cintura. Rebuscó entre sus cajones por algo limpio para ponerse y se vistió perezosamente mientras pensaba en las decenas de posibilidades que ese día le deparaba. Se acicaló los rizos, que seguían siendo igual de rebeldes a como los recordaba y entonces, reparó en lo que le faltaba.

Insistió en la búsqueda en sus gavetas, con la esperanza secreta de que alguien lo hubiera recordado. Cierto era que, al parecer, Athena había planeado cada detalle antes de traerlos. Había arreglado los templos, se había encargado de proveerlos de todas las comodidades posibles e, incluso, había conseguido ropa propia para cada uno. Solo había un pequeño detalle, demasiado insignificante para ser honesto, pero que de alguna manera para Aioros era importante.

Al final no encontró lo que buscaba, así que desistió y se dejó caer en la cama, perdiendo la mirada en los altos techos sobre su cabeza. Se quedó ahí, pensando en mil cosas diferentes, pero a la vez, en ninguna. El día apenas comenzaba y él no tenía idea de cómo iba a pasarlo. No se sentía especialmente motivado a abandonar Sagitario. Sin embargo, de la misma manera, quedarse encerrado le resultaba un acto de auto flagelación que no se sentía seguro de querer cometer.

Después de soltar un suspiro, se puso de pie con un brinco. Caminó hasta su cocina, donde encontró los bollos de crema que habían llegado más temprano desde el Templo Papal, y mordisqueó uno con ansiedad. Ahí, sentado en la soledad abrumadora de Sagitario, recordó el montón de cajas viejas apiladas en su salón, en espera de ser revisadas. Todas sus pocas pertenencias habían sido empacadas después de su partida y confinadas al olvido en el polvoriento sótano del templo. Pues bien, su regreso las había sacado de ahí para permanecer asentadas en un rincón, hasta que él se sintiera lo suficientemente listo como para hurgar en sus propios recuerdos.

Notó también el ramo de rosas sobre su mesilla. La doncella que le llevase la comida, se había tomado la molestia que acomodarlas en un viejo florero y de ponerles un poco de agua, suficiente para mantenerlas vivas.

El inusual regalo había llegado directamente desde el duodécimo templo. Algo le decía que, al igual que él, los otros diez templos habían recibido la dotación correspondiente de flores por parte de Afrodita. Nunca había entendido exactamente como funcionaba el jardín que se escondía en Piscis, pero le quedaba claro que el cosmos de su guardián, a pesar de la inestabilidad momentánea, lo mantenía con vida y radiante.

Se acercó a las flores y rozó suavemente los pétalos con la punta de los dedos. Eran tersas, aterciopeladas y soltaban un aroma sutil, pero encantador. Entonces, reparó en las espinas: gruesas y amenazante. Curiosamente, su nueva vida no era muy diferente; una oportunidad preciosa, más igual de arriesgada.

La primera confrontación seguía dando vueltas en su cabeza. Cada palabra, cada gesto, se mantenía fresco, como si al cerrar los ojos se revivieran con meticuloso detalle en su mente. Dolía, todo ello dolía; los secretos, las mentiras, pero por sobre todo, las verdades. Kanon no había ayudado ni un poco. Había tomado la dolorosa historia de su vidas y la había torcido a su gusto, esmerándose en hacer daño, en golpear una y otra vez, ahí, donde más les hería. Una cosa le quedaba clara al arquero dorado: el vacío de catorce años no hacía diferencia cuando se trataba de explicar lo que había sucedido, sus compañeros estaban igual que él.

No estaba seguro de cómo conseguiría encajar de nuevo entre ellos. Ya no eran niños, sino hombres. Todos ellos habían vivido mucho más de lo que a él le había tocado. Habían crecido y madurado a fuerza de errores. Se había levantado y vuelto a caer en un sin número de ocasiones. En cambio él solo tenía una cosa a la que aferrarse: a un pasado que ni siquiera había podido elegir.

Bufó, sintiéndose terriblemente contrariado. La frustración comenzaba a tornarse en una emoción conocida, habitual y tediosa para él… igual que la culpabilidad. Aún cuando Aioria se había cansado de repetirle que no debía arrepentirse de nada, Aioros no podía brincarse el hecho de que sus últimas decisiones habían sido todo, menos acertadas; y que las consecuencias eran visibles, no son en él, sino también en los otros. Su error había costado más vidas que la propia. Su error había sido mirar a un lado, cuando debía haber mirado hacia el frente.

Se encontró a si mismo vagando por los pasillos que guiaban a la salida de sus privados. Desconocía a donde lo llevarían sus pies, pero tampoco estaba dispuesto a detenerse.

Cuando alcanzó el salón de su templo, la armadura de Sagitario le saludó. El centauro estaba frente a él, con las alas extendidas y el arco en las manos. Se acercó lentamente a ella y deslizó los dedos por el borde de las enormes alas doradas. No podía sentirla con la misma facilidad de antes, pero sabía que ella si podía sentirlo a él. Lo notó en el brillo que la recorrió cuando él estuvo cerca, en aquella ligera lluvia de polvo de estrellas que le cayó encima al tocarla. Sagitario era suya, le reconocía y le daba la bienvenida.

—¿Me extrañaste? –le susurró y ella pareció responder, cubriéndolo nuevamente en aquella cortina de polvo estelar.— Yo también te eché de menos.

Deseó con todas sus fuerzas haber tenido la oportunidad de vestirla una vez más. Pero mientras su cosmos no se regularizara, no tenía ni la más mínima oportunidad de envolverse en ella.

—Nunca te fuiste para ella. –Al reconocer la voz de su hermano, volteó.

—Aioria… hola.

—Si me preguntas, creo que ella mantuvo tu cosmos vivo, a pesar de tu ausencia. –Se acercó a su hermano y, como el arquero hiciese, acarició el ala del centauro.— Sagitario nunca se olvidó de ti, ni de Athena. Siempre estuvo ahí marcando el camino en cada paso de ella y de los santos de bronce. ¿No lo recuerdas?

Mientras el joven león hablaba, el santo de Sagitario escuchaba en silencio. Ante la pregunta, solo atinó a negar.

—No sé de que hablas. –Y no mentía.

—Es una historia larga… y creo que estamos un tanto hartos de historias rebuscadas. –bufó. Kanon se había encargado de eso.— Para no ser muy largo, te diré que cuando Arles se enteró que Athena estaba en posesión de Sagitario, se volvió loco. La quería de regreso y también a la princesa. Menos mal que los chicos de bronce la mantuvieron a salvo. Eran unos buenos niños, y unos santos excelentes. Muy cercanos a nosotros en muchas maneras.

—¿Los conocisteis bien?

—Si. –Aioria asintió.— Shiryu, el santo de Dragón, fue pupilo de Dohko en los Cinco Picos; el Cisne, Hyoga, de Camus en Siberia; y Seiya… —soltó una carcajada cuando los recuerdos llegaron a él.— Ese pequeño enano creció correteando por aquí y haciendo rabiar a Marin. Por los dioses, era como una pequeña pulga saltando de aquí a allá. Era incontenible, un pequeño tornado. Creo que desde el principio supimos que estaba hecho para grandes cosas. Marin va a extrañarlo muchísimo.

—¿Marin? –preguntó el arquero. La forma en que le miró no pasó desapercibida para Aioria, quien solo atinó a carraspear, no sin cierto nerviosismo.

—Marin de Águila, su maestra y mi…

—¿Tu qué? –Ante el silencio del león, Aioros no pudo evitar preguntar. Un dejo de complicidad iluminó su mirada cerúlea y sus labios dibujaron una sonrisa casi traviesa.

—Marin es mi… —El león se rascó la cabeza mientras sus mejillas se sonrojaban cada vez más y su voz perdía fuerza. Era difícil de definir lo que eran, porque ellos mismos jamás había llegado a un conclusión definitiva.— …es mi… —balbuceó.— Es algo así como mi… novia. –añadió en un hilo de voz. ¡Por los dioses! Que complicado era hablar de esas cosas sin que las palabras se le atoraran en la garganta.

—Oh… tu novia. –Aioros sonrió. Era bueno saber que Aioria tenía una vida antes de todo lo sucedido.

—Aja. En realidad, nunca definimos exactamente lo que éramos. Sabíamos que al final… —Se encogió de hombros.— El destino no nos permitiría estar juntos, así que jamás insistimos demasiado con los títulos. Éramos lo que queríamos ser y punto. Nos bastábamos con eso.

—¿Y ahora? ¿Qué seréis?

—Ahora es diferente. –Sonrió ante la sola idea de poder estar con ella de nuevo.—  Me encantaría que pudiéramos…

—Ahora pueden.

—Si. Ahora podemos. –Aioria le respondió.— Me encantaría que os conocierais. ¡Vas a adorarla!

—No la conozco y ya me simpatiza. El Águila que ha cazado al León. Tiene mucho mérito, ¿sabes? –rió con complicidad y el más joven lo imitó.

—Es porque es la chica más mona del mundo. Es inteligente, es fuerte, sumamente decidida. Es tenaz, le encantan los retos. Siempre sabe que decir y que hacer. Es valiente, es… Es la personificación de la amazona perfecta. Además, ¡es preciosa! Y… y… —Entonces, se detuvo solo para ver el rostro de su hermano mayor mirándole fijamente con la boca ligeramente abierta y las cejas bien levantadas. Inevitablemente, las mejillas del santo de Leo se tornaron tan rojas como tomates.

—De verdad te gusta.

—¡¿Por qué sería mi novia si no me gustase?! –Se quejó, antes de alejarse en dos zancadas, sintiéndose abochornado.

—¡Oye! ¡Espérame! ¡Quiero saber más! —Aioros caminó detrás de él, entre divertido e impresionado por la reacción de Aioria. En el fondo, ciertamente estaba feliz por él.

Aioria caminó a toda prisa hasta las escaleras de entrada al templo del centauro y, al alcanzarlas, se dejó caer en ellas. Un segundo después, su hermano se sentó a su lado.

Desde la altura de la Colina Zodiacal, el Santuario lucía como si nada hubiera cambiado. Los guardias habían hecho un trabajo maravilloso reconstruyendo los templos caídos y, a la distancia, los campamentos parecían no haber cambiado en lo más mínimo a pesar del tiempo. El camino serpenteante e infinito de escaleras descendía por la montaña, hasta perderse de la vista, a la altura de Cáncer. A partir de ahí, solo se apreciaban los tejados de Géminis, Tauro y Aries, tan magistrales como las otras casas. Meridia se levantaba a medio camino, tan orgullosa y mágica como siempre; vigilante incansable de los territorios de Athena.

Afuera, la vida continuaba. El mundo seguía girando y no esperaría por ellos. Estaba en sus manos darle alcance y continuar viviendo también, con lo que fuera que esperara por ellos en el incierto futuro que enfrentaban. La vida ya no era lo que conocían. Era nueva, brillante… era suya.

Pero para Aioros todo lucía tan diferente, tan distinto a lo que había conocido… Había un mundo enorme que descubrir ahí afuera y un pasado al que debía renunciar, a pesar de ser todo lo que tenía.

El punto de partida era ahí mismo. No había a donde mirar, más que hacia delante. Era su última oportunidad. Después de eso, no habría más.

—¿Vas a contarme? ¿O, tendré que suplicarte por más información? –La mirada que dirigió a su hermano menor le invitaba a hablar.

—¿Qué más quieres saber?

—No sé. –Aioros se encogió de hombros y miró al horizonte una vez.— ¿Qué hizo esta mujer para tenerte así? –Hubo silencio por un segundo, antes de que Aioria suspirara, dejándole saber al arquero que estaba dispuesto a hablar.

—Marin es el tipo de persona que te cambia la vida… que te la salva, inclusive. –susurró mientras jugaba con sus manos.– Después que te fuiste, las cosas se pusieron realmente mal. Todos te llamaban traidor, Arles les hizo creer que lo eras. Yo estaba solo y… —suspiró.— Fue muy difícil, Aioros. Me prometí que sería un santo dorado, como correspondía. Prometí que limpiaría tu afrenta con mis acciones. No había nada que limpiar, ni nada de que avergonzarme, pero eso no lo sabía entonces. Siento mucho haber dudado de ti. –Lo miró, y en sus ojos esmeralda, Aioros vio un dolor profundo.

—No hay nada que yo tenga que perdonarte, sino al revés. Fue mi culpa que sufrieras como lo hiciste.

—Fue mi estupidez… y la del resto de este maldito lugar. –continuó.— Como sea, hubo días en que pensé que no lo lograría. Pensaba que no importaba cuanto me esforzara, Athena no querría de su lado la sangre sucia de un traidor. Estaba completamente solo. No tenía amigos, ni aliados, no tenía a nadie; y aquí es donde Marin hace su aparición. –Sonrió.— Venía de Japón, era un extraña… una marginada como yo. Nos hicimos amigos y… con el tiempo, los sentimientos cambiaron. No hay mucho más que decir.

Apenas había terminado de hablar, cuando se atrevió a mirar al arquero de soslayo. Descubrió una brillante sonrisa en sus labios, una sonrisa como las de antaño. Había extrañado esa sonrisa mucho más de lo que cualquiera podía esperar. Era maravilloso poder verla de nuevo. Era un milagro.

—No puedo esperar a conocerla. –sentenció.— ¿Cuándo vas a presentármela?

Aioria lo miró con los ojos entrecerrados. Ladeó ligeramente la cabeza y le regaló una sonrisa cómplice.

—Si bajas al Coliseo conmigo, ahora mismo. ¿Aceptas?

El santo de Sagitario alzó una ceja, planteándose la posibilidad del descender hasta el Coliseo. Eventualmente tendría que hacerlo, no podía pasarse la vida escondido en su templo. Quizás esa era la oportunidad para animarse a dar el primer paso.

—Esta bien. –aceptó.— Bajemos.

Con una sonrisa, Aioria selló el pacto. Poco a poco, de la mejor manera que pudiera, ayudaría a Aioros a recuperar la vida que había perdido. De ahí en adelante, haría de ello la misión de su regreso.

—X—

—Vale, vale. –susurró mientras se esforzaba por no prestar demasiada atención al sinfín de miradas curiosas que le observaban. Escuchaba los murmullos a su paso y casi prefería no saber de que trataban.— Oficialmente, me siento como una atracción de circo.

Sintió la mirada divertida de Aioria sobre él, y un segundo después, escuchó su risa estallar. Por una vez, no compartió la carcajada. La verdad era que, a pesar de haber crecido bajo el escrutinio público, tanta atención le hacía sentir incómodo.

—Oh, vamos. No es muy distinto a lo que era antes. –le respondió el león, en un intento de hacerlo sentir mejor.

—Ya. Salvo que en aquel entonces, todos los rostros me eran conocidos. ¿Quiénes son todas estas personas, Aioria? Apenas y reconozco a unos cuantos.

—La mayoría eran niños cuando todo sucedió. –A toda costa, Aioria se negaba a llamarlo “muerte”. “Su muerte”. El término, por más real que fuera, no le gustaba.— No tuvieron tiempo de conocerte en vida, pero saben lo que has hecho. Eres un héroe a sus ojos.

“Y también fui un traidor.” –Pensó, pero prefirió callar. Entre lo poco que había descubierto hasta entonces, estaba precisamente eso: había ciertas cuestiones de las que nadie quería oír o discutir.

Aioria le miró de soslayo. Aioros nunca le había parecido tan transparente como en ese momento. Cuando niño, había escuchado en un sinfín de ocasiones como la gente decía que mirar al arquero era como leer un libro abierto. A él no le había parecido así, pero ahora… Se dio cuenta que había crecido, que ahora veía el mundo con los ojos de un adulto, no de un chiquillo que solo sentía adoración por su hermano.

—Tranquilízate. –intentó hacerlo sentir mejor, aunque no tenía idea de cómo conseguirlo.— No es para tanto, ni tampoco es tan anormal.

—De acuerdo. –se sopló los flecos. De haber tenido su cinto rojo atado a la frente, lo hubiera apretado, como siempre hacía cada vez que se sentía sobrepasado por sus nervios.

 

Siguió caminando con el mayor estoicismo que le era posible. Las miradas no cesaron y su incomodidad tampoco. Así que, cuando por fin distinguió el Coliseo, no supo si alegrarse por haber llegado o espantarse todavía más por lo que se venía

—Ahí está. –le susurró Aioria, invitándole a ver un poco más allá, hacia donde estaba la amazona pelirroja.

—Uh. Parece guapa. –El otro le respondió, juguetón.

—No te haces una idea de cuanto. –soltó una carcajada.— ¡Marin! –la llamó.

La amazona, que hasta ese instante no había reparado en su presencia, volteó. La máscara de plata les miró con indiferencia, pero el rostro detrás de ella les sonrió. La vieron dirigir un par de palabras a la amazona peliverde con la que entrenaba, para después caminar hacia ellos. Shaina, a sus espaldas, observó atentamente.

—No esperé verte por aquí tan pronto. –Águila se dirigió al león. Su mirada, repleta de curiosidad, miró de soslayo a Aioros sin que éste pudiera notarlo.

—Ya me siento mejor, y no tengo ánimos de quedarme encerrado en Leo. Además, quería que os conocierais. Marin, este es Aioros. –señaló a su hermano.— Aioros, esta es Marin.

Se saludaron tímidamente, no sin que la amazona notara el enorme parecido entre ambos. Ahora comprendía muchas cosas. Había escuchado en innumerables ocasiones lo parecido que Aioria era a su hermano, pero era diferente verlos en persona.

Sonrió, contagiada por la sonrisa del santo de Leo. Miró de uno al otro por un segundo, maravillándose en la mirada infinitamente alegre de Aioria. Compartía su felicidad, la hacía suya y le hacía bien. Athena sin duda les había dado un regalo mucho más grande del que hubiera imaginado.

—Es un gusto tenerte de regreso. –dijo al arquero.— Aioria siempre ha hablado muchísimo de ti.

—¿En serio? Miedo que me da pensar en todo lo que te ha dicho. –rió al ver la cara de fastidio de su hermano mejor.

—Oye…

—¿Qué? Siempre fuiste una cabecita muy particular.

—¡Aioros! –Sin embargo, sus quejas solo acrecentaron la sonrisa del Sagitario.

—Ya, ya. –el arquero acalló su risa. A pesar de la sonrisa que se esforzaba por mostrar en su rostro, Aioria no dejaba de percibir aquel dejo de tristeza en su hermano.— Es una bendición estar de regreso. –se dirigió a Marin.

—Athena planeó cada detalle de vuestro regreso por mucho tiempo. No pensaba dejaros ir nada más así. Al final, ha triunfado, como siempre.

Los hermanos asintieron al unísono. Arles les había dicho lo mismo y ellos no lo dudaban ni por un segundo. Lo que quedaba al aire era su propia disposición a aceptar las repercusiones de aquel regalo que se les habían hecho. Visto lo visto durante su primera reunión, no sería nada fácil.

—¿Sabes? Yo también he escuchado mucho de ti. –Aioros intentó desviar la conversación hacia terrenos más seguros.— Digo, no mucho, pero lo suficiente. Creo que te debo un enorme “Gracias”.

Aioria entrecerró los ojos y Marin levantó un ceja. Se miraron, ligeramente intrigados, y después llevaron sus rostros hacia el del arquero, cuestionándole.

—¿Gracias? ¿Por qué me las das? –le cuestionó la pelirroja.

—Solo por… haber estado ahí. Por cuidar de él cuando más te necesitaba.

—Hermano…

—¿Qué?

—No lo digas… así. –el joven león se llevó las manos al pelo para revolverlo mientras sus mejillas bronceadas se teñían de un sutil rosa.

Ante el espectáculo, el mayor sonrió, y su sonrisa se convirtió rápidamente en una risa que contagió al más pequeño. Mientras, Marin los contemplaba, absorta en ambos. Cierto era que Aioria le había narrado infinidad de anécdotas sobre su niñez, sobre la complicidad entre hermanos con la que había crecido, pero jamás había pensado siquiera en tener la oportunidad de presenciarla. Se sintió gratamente sorprendida de estar ahí… se sintió agradecida de esa segunda oportunidad para ambos.

—No hay nada que agradecer. –respondió la amazona.

Sin embargo, para Aioros siempre lo habría. La mayor de sus preocupaciones al enfrentar la muerte había sido su pequeño león y lo que la vida deparara para él. Estaba seguro de que nada había sido la mitad de fácil de lo que Aioria le había dicho. Tuvo que haber sido un infierno peor del que el león le había narrado. Tuvo que haber sido un verdadero tormento.

Solo tenía un consuelo, por más pequeñito que fuera, y ese era precisamente Marin. Aioros sabía un par de cosas acerca de lo que se sentía sentirse solo. Por lo mismo, sabía lo invaluable de una mano amiga y eso siempre iba a agradecerlo.

—X—

Mientras más tiempo pasaba de pie frente a ella, más y más impresionante se sentía aquella inmensa puerta de madera.

Afrodita apretó con fuerza el trozo de papel que envolvía a las flores que le habían llevado ahí en primer lugar y que protegía sus manos de las espinas. Sabía que Athena no podría disfrutar de su hermosura, pero al menos esperaba que su aroma consiguiera reconfortarla en su profundo sueño.

Por enésima vez, suspiró y, por enésima vez también, se animó a si mismo a entrar a los aposentos de su diosa. Sin embargo, como en todas las ocasiones anteriores, fracasó.

—¿Qué demonios haces aquí? –Tendría que haberse vuelto idiota para no reconocer aquella voz.

—Máscara Mortal. ¿Qué crees que haces aquí?

El italiano le esquivó al voltear el rostro y sobarse la nariz hasta dejársela roja. Su actitud le dejó una cosa bien clara: Máscara de Muerte estaba ahí por la misma razón que él.

—Yo pregunté primero. –Y la respuesta le dejó saber que el santo de Cáncer no diría nada que pudiera comprometerlo.

—Vine a verla. –dijo, esperando que su confesión ayudara a Ángelo a hallar valor para la suya.— Quise venir antes pero… No tuve el coraje para hacerlo, sino hasta ahora.

—Ya. Algo similar me sucedió. –respondió el otro sin atreverse a mirarlo.

Solo que, en su caso, Máscara Mortal había ido hasta ahí en un par de ocasiones previas, pero tal como sucediese con Afrodita, en ninguna había conseguido el valor para atreverse a entrar. Esa era la tercera vez que se encontraba ahí y, esperaba, también fuera la última. El problema era que no se creía con derecho a estar ahí. Él, de todos, era el que menos merecía estar de regreso, era quien no debía tener dicha oportunidad. Ni siquiera sabía como había reunido suficiente coraje, o desvergüenza si se veía de otro modo, para atreverse a aparecer frente a la puerta de Athena.

Su joven diosa descansaba del otro lado, aún exhausta por los sacrificios necesarios para traerles de regreso. No la había visto, pero había escuchado a las doncellas cuchichear al respecto de su estado. Máscara de Muerte, incluso, se había pensado ir a donde Eudora para cuestionarla al respecto. Sin embargo, la vergüenza había podido más que él, invitándole a guardar silencio.

Al último que había pensado encontrarse ahí, era a Afrodita. Aunque, ahora que lo pensaba, tenía cierto sentido. Igual que él, el santo de Piscis era uno de los que suplicaba su perdón. Igual que él, Afrodita necesitaba redención.

—¿Y bien? ¿Vas a entrar? –preguntó, como quien no quiere. Quizás era cosa del destino que se encontraran ahí y se dieran fuerzas mutuamente.

—Eso pretendo. –“Pero llevo mucho rato aquí, sin atreverme,” Afrodita quiso decir, más no lo hizo.

—Si tú entras, yo entro. –Máscara de Muerte susurró. Dar muestras de debilidad no era lo suyo, pero situaciones extremas, requerían soluciones extremas.— También… me gustaría verla.

—¿En serio?

—Si. –se rascó la nariz una vez más, y rebuscó en su cerebro por la forma de restarle importancia al asunto.— Además, si no le entregas las putas flores, estoy seguro que terminarán en el templo de alguien más que te acusará de querer matarle de alergia. Corta ya el maldito detalle, Afro. Una jodida rosa más y mi templo terminará convertido en un mausoleo… y no del tipo de que me gustan.

—Pensé que sería un buen detalle…

—No es que no lo sea, pero es un poco… inquietante. Tus florecitas odiosas, lo mismo sirven para matar a alguien que para desear sacarse los ojos, como en mi caso. Así que uno no sabe si es una oferta de paz, o una declaración de guerra. Déjalo ya.

La mirada llena de reproche por parte de Afrodita solo lo hizo sonreír. La mueca, más parecida a una torcedura de boca que a otra cosa, le resultó refrescante. La última vez que había sonreído había sido… ¿cuándo? No lo recordaba.

—A veces eres un idiota. –respondió el sueco.

—¿A veces? La mayor parte del tiempo, te diría cualquiera. –Máscara Mortal meneó la cabeza.— ¿Y qué? ¿Vas a entrar?

—No vas a salir huyendo, ¿verdad?

—Nah… espero. –ladeó sutilmente la cabeza. No podía ser tan difícil, ¿o si?

—Vale. Hagámoslo.

Despacio y con sigilo entraron a la habitación.

Los aposentos de la diosa estaban en semipenumbras a pesar de la hora del día. Los pocos rayos de Sol que alcanzaban a filtrarse a través de las cortinas, apenas y bastaban para luminar la enorme habitación. Distinguieron la enorme cama, de doseles altos y transparentes que se mantenían quietos, a pesar de la suavidad de su tela. Alrededor de la habitación encontraron varios muebles: un pequeño escritorio, una mesilla para té y un modesto librero que, a juzgar por lo volúmenes que contenía, había sido por insistencia del mismísimo Arles.

Al igual que sucediese con sus propios templos, la joven Athena no había dejado ningún detalle al aire cuando se trataba de sus privados. Nunca habían estado ahí antes, pero los santos podían suponer que había arreglado todo a su manera.

Caminaron sobre el mármol, hasta que el ruido de su pisadas se acalló en la alfombra a los pies de la cama. Cuando estuvieron a su lado, no se atrevieron a moverse ni un centímetro. Detrás de la cortina de fina seda, alcanzaron a distinguir el rostro inerte de su diosa. Yacía, perdida en un sueño profundo y vacío. Vagaba en la oscuridad de su inconsciencia, sin un despertar temprano… y todo había sido por ellos.

Mirarla, aún dormida, resultaba sumamente difícil. Ninguno quería imaginar lo que sería ver directamente a esos ojos cuando ella despertara. No habría perdón suficiente para ellos. No habría paz que les bastara.

—Pondré las rosas en su mesilla. –Afro susurró, como si el sonido suave de su voz pudiera despertar a la diosa dormida.

Máscara Mortal asintió, no sin sentirse imposibilitado de separar sus ojos de aquella chiquilla que les había obsequiado la vida, a pesar de solo haber recibido rechazo de su parte.

Jamás antes había sentido lo que era preocuparse por alguien. Pero, en ese momento, cada vez que la veía respirar, se hacía una idea de lo que representaba tal sentimiento. Con cada inhalación, frágil y superficial, el santo de Cáncer temblaba ante la idea de que no hubiera una siguiente. Athena había sobrepasado su límites al vencer a la muerte. Las huellas de esa dura batalla quedaban en evidencia al contemplar su piel pálida, sus labios casi azules y los círculos oscuros que rodeaban a sus ojos cerrados.

Sintió rabia de que todo ese sacrificio fuera por ellos. Ellos debían velar por ella, no al revés. Y sin embargó, Athena había tomado el peso de devolverles su vida, en los hombros.

No notó el momento en que apretó los puños con tanta fuerza, sino hasta que los dedos entumidos le hirieron. Solo entonces, retiró la mirada de la diosa.

Afrodita, tal como había dicho, se hacía cargo de arreglar el ramo de flores que le había llevado. Las había estado acicalando por varios minutos, siempre con un último detalle que no parecía bastarle. El italiano pudo asumir que no era el arreglo floral lo que fallaba, sino algo menos visible… algo más personal. De todos sus compañeros, Afrodita quizás era el único que comprendía cada sentimiento suyo, cada gota de pena y cada gramo de arrepentimiento.

—Déjalas así. Van a gustarle de todas formas. –dijo con la esperanza de que sus palabras bastaran para calmarle.

—Ni siquiera podrá verlas.

—Entonces, le traerás un ramo nuevo mañana, y otro, el día después, si es necesario. Así hasta que despierte y pueda verlas. –metió las manos a sus bolsillos y trató de lucir tranquilo. En el fondo, sentía un poquito de envidia. Afrodita al menos tenía belleza para obsequiar a su diosa. En cambio, él iba con las manos vacías.— Ya son perfectas de por si. No necesitan más arreglos.

No supo si Afrodita cedió por lo que él había dicho, o solo para que se callara y lo dejara en paz, pero lo hizo. Dejó las flores donde estaban, no sin darles un último vistazo, y caminó hasta donde Máscara Mortal se encontraba.

—¿Nos vamos? –el santo de Cáncer asintió. Solo habían estado ahí unos pocos minutos, pero habían parecido horas.

—Volveremos otro día.

Y, aunque lo hicieran, nada cambiaría. No podían compensar años de traición con unos pocos minutos de arrepentimiento y de falsa penitencia.

Athena despertaría el día menos pensado y, mientras tanto, ellos pasarían cada segundo de su tiempo pensado en cada palabra que habrían de usar para suplicar su perdón. Cierto era también, que lo tenían. Si su diosa los había traído de regreso era por ello: porque los había perdonado. Pero, ¿podrían ellos perdonarse a si mismos? “No ahora… no pronto.”

Con el mismo sigilo con el que habían entrado, se marcharon. Esa noche soñarían con el rostro demacrado de su princesa. Soñarían con sus palabras, con la primera conversación que tendrían con ella y, si tenían suerte, quizás también con su sonrisa.

—¿Volverás mañana? –Máscara Mortal sintió la mirada de su compañero sobre él mientras caminaban de regreso a las escaleras zodiacales. No respondió de inmediato, pues no sabría como hacerlo. ¿Volvería?

—No lo sé. –decidió decir la verdad.

—Yo volveré. –soltó en un murmullo. No dijo más, sin embargo, la invitación quedó implícita.

¿Haría alguna diferencia volver? Máscara Mortal no estaba tan seguro de que así fuera. Estar ahí, de pie junto al lecho de Athena, solo servía para remover aquella fibra sensible dentro de él que le gritaba lo desgraciado que había sido y que era. Solo un mal nacido renegaba de su dios, lo traicionaba y después se escudaba detrás de la culpa para pretender su perdón. Y él ya lo era.

—No estoy seguro de poder hacerlo. –las palabras brotaron de sus labios con una naturalidad y una sinceridad tan impropia de él que le asustaron. Habían atravesado la puertecilla detrás del trono que les daba acceso al salón principal, así que su voz pareció retumbar con el eco de la sala vacía.

—¿Hacer qué?

—Vivir… como si nada hubiera pasado. –susurró. “Vivir.” ¿Qué era eso? Y, ¿por qué daba tanto miedo?

—No creo que ese haya sido el propósito de Athena.

—¿No?

—No. –Afrodita se encogió de hombros.— Athena quiere que vivamos, eso es verdad. Pero no podemos olvidar el pasado, ni debemos hacerlo.

—Fácil de decir…

—Difícil de conseguir. –el sueco terminó lo que el otro había comenzado. Así era. No podía ser de otro modo.

—Es difícil, más no imposible. –escucharon decir.

Siendo tomados por sorpresa, giraron la cabeza en busca de la voz conocida. Las siluetas de Dohko y Shion se dibujaron delante de ellos. No los habían visto desde el día de la conversación. Habían asumido que los dos viejos se había refugiado en el corazón del Templo Papal a lamer las heridas que la lengua afilada de Kanon les propinase. Pero ahí estaban.

Habían estado tan entretenidos en sus propios líos, que ninguno de los dos había notado su presencia. Para entonces, era imposible huir de ellos. No podían asegurar nada con verlos. Sin embargo, sabían que cada palabra que el gemelo había espetado dolía todavía.

—Habéis regresado del mundo de los muertos. –Dohko continuó.— Tenéis una nueva oportunidad, una vida entera para enmendar el daño que el pasado ha hecho.

—No existe tiempo suficiente para eso.

—Siempre hay tiempo, hijo, siempre lo hay. –intervino Shion.  Él mismo quería creer sus propias palabras. Él también tenía mucho que reparar.— Vais por buen camino. Habéis comprendido el significado del regalo de nuestra princesa: Vivir, pero recordar. Es momento de poner vuestra voluntad a prueba.

—Después de todo lo que hemos hecho, Maestro… ni siquiera deberíamos estar aquí.

—Athena así lo ha querido. Ha sido su voluntad traeros también, Afrodita.

—No os arraiguéis al pasado. Aprended de él y seguid adelante. –Dohko les dijo. Aún así, no consiguió convencerles.

—No hay nada de lo que aprender ahí.

“Aquellos que olvidan su pasado, están condenados a repetirlo.” Miradnos, hijos, miradnos. No cometáis nuestros mismos errores. –suplicó el Patriarca. Ellos estaban pagando sus faltas a un precio más alto del que hubieran querido pagar. Habían arrastrado consigo a mucha gente.— Os lo pido. Tratad. Tratad de vivir con toda la fuerza que os queda. Es pronto para entenderlo, pero os necesitáis. Todos. Sois hermanos, vivid como tal… como debió ser desde el principio.

Esa era la misión encargada por Athena.

—X—

¿En qué momento le había parecido buena idea decirle a Aioria que podía regresar solo a Sagitario?

Quizás había sido el hecho de que, llegado a un punto, se había sentido un intruso entre él y Marin. Y no era que el Águila no le hubiera parecido encantadora, porque lo era, sino que al observarlos, simple y sencillamente sentía que sobraba en aquella escena. También estaba el hecho de que ciertos recuerdos le venían a la cabeza con verlos y la gran mayoría le resultaban dolorosos.

Como fuera, al decidirse a regresar solo, obviamente, no estaba pensando con cordura. No solo había sido un infierno atravesar el Coliseo bajo las decenas de miradas curiosas, sino que además ahora podía distinguir Géminis a la perfección delante de él y los nervios comenzaban a traicionarle. Habían solamente dos personas en el templo de los gemelos… y Aioros no estaba ni mínimamente seguro de saber a cuál de los dos prefería enfrentar. ¿Kanon o Saga? ¿Saga o Kanon? Ninguna opción parecía la correcta en aquellos momentos.

Se dio cuenta de que había suspirado más escandalosamente de lo que había querido al pisar las grandes placas de mármol que conformaban el suelo de la tercera casa. Descubrió también que sus pasos hacían más ruido del que debían, y que su estomago comenzaba a revolverse más y más, conforme se perdía en las entrañas del templo.

No recordaba que aquel lugar fuera tan intimidante, pero así lo sentía. Géminis, a sus ojos, se había vuelto más oscura, más fría, casi vacía.

¿Por cuánto tiempo seguiría percibiendo el templo de los gemelos como territorio desconocido? ¿Algún día superaría esa ansiedad que le invadía con solo respirar el aire ahí? ¿Tendría el valor de enfrentar esos ojos esmeraldas tan duros de Saga? ¿Sacaría algo bueno de ello?

Fue así que se dio cuenta que no podía pasar la eternidad rehuyendo de él y tampoco podría soportar su indiferencia por mucho más. Para lo poco o mucho que le sirviera, tenía que enfrentarlo. La pregunta era: ¿qué pensaba decirle? Y, peor aún, ¿Saga le escucharía?

Tras escuchar todo lo que Kanon había escupido, todas las verdades retorcidas a su manera, Aioros solo podía pensar en que el santo de Géminis había tenido éxito al guardarse cada emoción que atravesase su mente… al menos, hasta el final de la conversación. Después de todo, Saga había sido más que paciente ahí dentro. Todavía tenía la imagen del geminiano marchándose con aquella mueca de malestar en el rostro y los puños tan apretados que seguramente se había hecho daño. Pero, ¿qué le garantizaba que no haría lo mismo con solo verlo?

Aioros lo había dejado ir, en silencio; sin atreverse a decir nada, ni tampoco sintiéndose capaz de haber objetado algo coherente. Se había arrepentido después, pero para entonces era tarde.

Sus divagaciones se detuvieron cuando halló a si mismo en el punto más cercano a las escalinatas escondidas que guiaban hasta arriba, hacia los privados de Géminis. Se había encontrado en aquel lugar muchas veces, pero nunca antes con el nerviosismo que le apresaba en ese preciso momento.

Dudó.

Miró hacia delante, donde el infinito pasillo repleto de columnas terminaba en un rayo de luz. Miró hacia atrás, donde la entrada parecía todavía más distante, pero igual de iluminada por los rayos del Sol. En cambio, en aquel rincón que guardaba el estrecho pasadizo que guiaba hacia Saga no encontró más que oscuridad.

Se sintió tentado a marcharse. Sin embargo, desistió de hacerlo. Llenó sus pulmones de aire y decidió que tenía que dar por terminado ese capítulo ahí mismo. Para bien, o para mal, necesitaba confrontar a Saga, necesitaba una respuesta de sus propios labios… y, del mismo modo, tenía muchas cosas que explicarle. Sería difícil y seguramente doloroso, pero no podía hacer más daño del que hacía cada vez que lo aplazaba. No había sido capaz de encontrar un solo sentimiento en el rostro del geminiano. Así que, si no encontraba las explicaciones que necesitaba en sus gestos, quizás su voz fuera capaz de proveerle de ellas.

Las escalinatas jamás le parecieron tan largas e interminables, ni tampoco tan claustrofóbicas. Llegar hasta arriba fue una hazaña, donde el principal obstáculo no fue otro más que si mismo.

Cuando por fin divisó señales de vida, mediante el dibujo de una sombra sobre el piso de mármol, retuvo el aliento. ¿De quién se trataría? ¿Saga?¿Kanon?

—Saga. –musitó al descubrir la identidad de quien se aproximaba. Internamente se sintió mucho más tranquilo.

—Aioros… —el gemelo maldijo a su cosmos inconstante por no haberle prevenido del intruso en su salón. En otro momento, en pleno control de su cosmoenergía, eso no hubiera sucedido.— ¿Qué… haces aquí?

—Solo pasaba y… —miró hacia la salida. Otra mala idea que añadir a la lista de ese día.— Quería hablarte. –resopló.

Saga no dio un paso más, sino que se mantuvo en el lugar donde estaba, a una distancia prudencial del santo de Sagitario. Buscó la pared más cercana y se apoyó en ella, cruzando los brazos a la altura del pecho. De haber tenido un cigarro cerca, lo hubiera aceptado con gusto. Al menos de esa forma no tendría que ocultar las manos para evitar delatar su nerviosismo.

—¿De qué? –cuestionó.

—De… de todo lo que ha pasado. –Aioros agachó la cabeza, ocultando la mirada tras los flequillos.— Desde que volvimos no hemos tenido oportunidad de hablar y… pensé que sería lo correcto venir hasta aquí.

—No sé de qué podríamos hablar. Lo que ha pasado, ha pasado. –Y debía permanecer enterrado, así era como Saga lo pensaba. No se sentía capaz de remover aquellas verdades y de enfrentarlas medianamente bien; no en ese momento.

—No dejé de buscar por ti. Lo hice… hasta el último momento. –el arquero le dijo, a pesar de las resistencia del gemelo.— Pero todo ese tiempo estabas enfrente de mi. Vine a verte. Estuvimos aquí, en este mismo lugar. Pudiste decirme lo que estaba sucediendo.

Saga se mordió el labio. Sus ojos se desviaron de los del arquero y centraron en un rincón cualquiera de la habitación. Por un instante, se sintió volver en el tiempo, a aquel día del que Aioros hablaba. Casi podía verse a si mismo, podía verlo a él. Pero, por sobre todo, volvía a sentir la angustia asfixiante de Ares resonando dentro de si.

Tragó saliva y, sin siquiera darse cuenta, arrugó el ceño. La vida nueva que les habían obsequiado, venía con recuerdos antiguos y llenos de dolor.

—Cada quien vio y escuchó lo que quiso. –respondió. Había cierta amargura en su voz que hubiera deseado disimular, pero la montaña rusa de emociones de los últimos días aún podía con él.

—Vine hasta aquí y te pregunté.

—Y te fuiste con la respuesta que querías, a pesar de que sabías que no estaba bien. O, ¿no lo notaste?

Aioros calló. Recordaba haberse marchado de ahí con la horrible sensación de que Saga le había mentido. Las cosas se habían desmoronado tras su nombramiento como Patriarca. A partir de ahí, todo había ido en detrimento. En un abrir y cerrar de ojos, el santo de Géminis se había convertido en un desconocido.

Jamás debió marcharse aquel día. Jamás debió darle la espalda. Sin embargo, lo había hecho y no había dejado de arrepentirse desde entonces. Jamás.

—No debí marcharme…

—Pero eso fue lo que hiciste. –Y mientras más lo pensaba, más le dolía al gemelo.— Preguntaste cómo era posible que nadie lo hubiera notado. –de pronto, sintió que su voz comenzaba a desaparecer a cada palabra.— Si tú y Shion no pudisteis verlo venir, entonces… —guardó silencio por unos pocos segundos.— …Nadie más hubiera sido capaz de hacerlo. Os bastó tan poco para convenceros de que todo estaba bien.

—Si hubieras dicho algo…

—¡¿Qué queríais que os dijera?! ¡¿Qué más señal necesitabais?!

El tono de voz, más fuerte de lo usual, hizo que el arquero retrocediera un par de pasos. Tensó el rostro, sin separar sus ojos de Saga y, a sabiendas de que poco podía objetarle al gemelo, decidió dejarlo hablar cuanto quisiera.

—Se supone que me conocíais. Erais mi padre y mi mejor amigo, Aioros. Pudisteis notar algo más. ¡Sé que lo hicisteis! La diferencia entre vosotros y alguien como Shura, es que al menos él se atrevió a hacer algo… aunque estuviera equivocado. Vosotros no hicisteis nada, ¡solo mirasteis mientras todo se caía en pedacitos! ¡No os atrevisteis a mover un solo dedo sino hasta que fue tarde!

Cada palabra del geminiano se clavó en él como trozos de hierro al rojo vivo. Dolió, ardió e hizo daño, tanto como también lo hizo rabiar. Aioros entendía los reproches, los esperaba de hecho. No negaba en lo más mínimo que sus errores habían tenido un precio muy alto, demasiado incluso para él, y estaba dispuesto a aceptar aquella responsabilidad. Lo que no se había imaginado era que Saga le juzgara como si el único que se hubiera equivocado, fuera él.

Pero, antes de que pudiera decir cualquier cosa, el gemelo le echó una última mirada que Aioros no terminó de entender y se dio la vuelta, regresando sus pasos. Entonces, la última pregunta abandonó los labios del arquero, como su último recurso, la última duda que se había guardado todo ese tiempo.

—Cuando vine a verte… —le dijo y lo vio detenerse por un segundo.— ¿Hablé contigo o con él?

—Conmigo. –susurró mientras le daba la espalda y caminaba de regreso a sus aposentos, justo como aquel día.

Detrás, Aioros se quedó solo en el enorme salón, con una sensación de desasosiego que le había erizado la piel. Durante todo ese tiempo, se había esforzado en pensar que había sido Ares quien se negó a hablarle, no Saga. Pero ahora que lo sabía, ya no solo sentía furioso consigo mismo, sino también con el santo de Géminis. No había sido Ares quien se había interpuesto entre ambos, no había sido él quien los había separado. Había sido el mismo Saga; él y su maldito orgullo.

Una nueva y enorme cuestión se creo dentro de si. Si Saga no había sido capaz de confiar en él, si el geminiano lo había mandado lejos una vez, y no buscaba reencontrarse, entonces, ¿por qué él debería intentar reparar aquella amistad rota y agonizante?

—X—

El día no había empezado tan mal como pensaba, pero no había esperado la visita de Aioros. No estaba preparado para ella, y todo el débil optimismo que Shura y Camus habían generado en él, se había esfumado tan rápido como el viento.

Se removió en el sofá, hasta quedar boca arriba, y se llevó el cigarrillo a los labios mientras sus ojos permanecían cerrados. No tenía la menor idea de donde había salido aquel tabaco, y poco le importó que llevara décadas abandonado en algún cajón del templo. Lo había resistido tanto tiempo como le fue posible, pero a aquellas alturas, se había mordisqueado tanto los dedos, que dolían. El calor en su garganta resultaba relajante, y las caprichosas formas del humo desvaneciéndose, resultaban de lo más hipnotizantes.

Le dio una nueva calada. Era incapaz de echar a un lado la mirada cerúlea del arquero. Tanto en la reunión con todos los demás, como hacía un rato, se había mantenido firme. No había estado dispuesto a mostrar ningún signo de derrota retirando la mirada antes que él… y quizá solamente era orgullo, pero era lo único a lo que podía aferrarse. Para Saga, mirar aquellos ojos nuevamente, era más difícil que cualquier otra cosa.

Veía en ellos al niño que había sido tanto su amigo, como su hermano. Veía su confusión, su dolor… y sobre todo, veía la decepción que Aioros nunca admitiría que sentía, y que él era incapaz de ignorar. La confianza que el arquero había depositado en él tanto tiempo atrás, había resultado ser demasiado pesada. No había podido cumplir con las expectativas de todos, y aunque se había hundido en silencio… había sido una caída estrepitosa.

Eso era lo único que podía alcanzar a ver, una y otra vez, cuando recordaba su mirada. Eso, y todo lo que él mismo le debía y jamás podría pagarle. ¡Le había hecho tanto daño! Aioros no supo escuchar sus gritos de ayuda, y él le arrebató la vida: una vida fantástica, donde tenía todo lo que hubiera soñado. Tenía la armadura, el trono, a Aioria, a Deltha… incluso a él. ¿Qué podía decirle para solucionarlo?

Nada.

Sacudió la ceniza del cigarrillo en el cenicero que reposaba en su estómago. Saga era consciente de que había sonado duro, hostil, egoísta… y desconocido; como si tuviera derecho a reprocharle algo. Aquella no era la versión de si que Aioros recordaba, ni siquiera era mínimamente parecida. Tampoco se sentía así. Pero, simplemente, no tenía la menor idea de cómo podía cambiar todo eso. Hubo un tiempo en que Saga solamente sonreía al mundo, un tiempo en que tenía fe en todo… habían compartido aquellos años. Ahora, solamente quedaba resquemor, desilusión, y un gruñido atorado en su garganta.

La parte de él que solamente Kanon había conocido.

Se sobó los ojos y suspiró. Aquel se había convertido en su mecanismo de defensa, y a decir verdad, no encontraba un momento mejor para utilizarlo que ese. Había perdido a su mejor amigo a los quince años, a su familia. Aquellos tiempos, cuando los sentimientos eran puros, nunca volverían. Siempre despertaría recelo allá donde fuera… y no podía culpar a nadie de no comprenderle.

Sin embargo, antes de que pudiera ir más allá con sus cavilaciones, sus sentidos se pusieron alerta. Igual que sucediera antes con Aioros, su cosmos no le había advertido, pero Kanon era lo suficientemente ruidoso como para anticiparle su llegada. No sabía si agradecerle por ello, o maldecirle por despertar aquella angustia en su pecho.

—¿Te desperté? –dijo el menor, sin más miramientos.

—No. –se limitó a responder.

—Bien.

Kanon se tomó la libertad de robarle un mohoso cigarrillo, y lo encendió después de dejarse caer en el sillón de enfrente. Saga no le estaba mirando, pero sabía de sobra que su gemelo lo estaba sometiendo a un intenso escrutinio. No sabía cuál era su intención: si descubrir algo de él que le hubiera pasado desapercibido, o llevarlo al borde de un ataque de nervios. Como fuera, estaba a punto de conseguir la segunda. Se sentía igual que un gato con el pelaje erizado.

—¿Has estado ahí todo el día? –La pregunta se sintió como una reprimenda, pero Saga se limitó a negar con el rostro. Kanon rodó los ojos con hastío.— Lastima, casi esperaba que te hubieras quedado aquí a lloriquear.

Saga abrió los ojos lentamente, observó como el humo se diluía en el aire, y procuró por todos los medios morderse la lengua. Sin embargo, Kanon había conseguido la primera reacción, y algo dentro de si le decía, que hoy no había llegado tan conciliador como el otro día.

—No sabía que lo que haga o deje de hacer fuera asunto tuyo. –masculló, muy lentamente. El menor de los hermanos sonrió suavemente. Saga no había cambiado en eso. ¡Era tan fácil molestarlo!

—Bah… —le quitó importancia con un gesto de la mano.— Tienes razón. Es solo que el aire de autoflagelación es bastante insoportable en el templo. Molesto, diría. –Saga giró el rostro y lo miró, por primera vez en aquella conversación.— ¿Qué te pasó? Ayer parecías mucho más… duro. –Aunque no estaba seguro de que aquella fuera la palabra que buscaba.

—Kanon…

—No, en serio, me gustaría saberlo. –Y eso, no era del todo cierto, pero tampoco mentira.

A decir verdad, Kanon no se había quitado su conversación de la cabeza, y a lo largo de los días había estado rumiando todo lo dicho, hasta que se había sentido tan irritado, como para buscar a Saga. Ladeó el rostro, le dio una calada al cigarrillo, y frunció suavemente el ceño al sentirse ignorado.

—¿Sabes? Estuve pensando en todo lo que hablamos la otra vez. –O más bien, lo que Saga había hablado. Tantas palabras escapando de su garganta lo habían dejado perplejo.

—¿Y? –Y él no quería escucharle, ni un poco.

—Creo que tu guión fue casi tan bueno como él mío, hermano. –La frente de Saga se arrugó involuntariamente.— Siempre se te dio bien el teatro, pero creo que eso no te lo reconocieron. ¿Me equivocó? –El mayor apartó el cenicero, dejándolo en la mesilla, y se sentó. Luego buscó la mirada de su gemelo.

—Veo que tu brillante aportación a la causa aún no ha terminado. –Se apoyó en el mullido respaldo, y suspiró.— Vamos, soy todo oídos. –Y por los dioses, ¡solamente rogaba por que acabase pronto!

—Siempre fuiste un chico listo. –Kanon sonrió con cierto cinismo plasmado en el rostro.— Debo admitir que el otro día me sorprendiste con tu inusual derroche de… palabras. –Saga continuó mirándolo, impasible.— Casi diría que me dejaste mudo de la impresión.

—¿Te importa ir al grano?

—¿Por qué? ¿Tienes prisa? ¿Has quedado con alguien? Supongo que un tipo como tú, tiene muchísimas personas a las que ver ahora… —Saga apretó los dientes, ante la marcada burla en su voz.— No se, para pedir disculpas y eso, imagino. Esas mismas palabras que exiges.

—No te he exigido nada. Por mi, puedes hacer como te venga en gana.

—Ya. Siempre y cuando, no te salpique, ¿no? –sonrió desvergonzado.— No se de que me suena eso… —La inquietud en el mayor era cada vez más y más palpable.— A decir verdad, me siento ofendido. No esperaba que me aplaudierais por lo de la reunión, pero si que se reconociera mi torpe intento de empezar de nuevo.

—Siempre has sido muy considerado, Kanon… ¿Cómo no nos íbamos a dar cuenta? –Kanon se humedeció las labios, en gesto triunfal, al escucharlo hablar con marcado sarcasmo. Al fin Saga entraba al juego, le había costado.

—Lo haré más fácil la próxima vez, no te preocupes. –Caló el cigarro una última vez, y lo apagó en el cenicero.— La cuestión es que lo digo en serio. En realidad, todos sabéis que si queremos empezar de cero, la mierda debía salir a relucir. Supongo que es mucho más fácil y cómodo que solamente el historial brillante sea conocido. ¡Si no hubiera sabido la totalidad de la historia, me hubiera conmovido al escuchar la tuya!

 

Saga apretó los dientes un poquito más si era posible. Kanon no iba a ponérselo fácil, y cada vez que pronunciaba una palabra teñida por la burla, sentía el irrefrenable deseo de romperle la cara y acomodar lo que fuera que lo hacía tan cínico. Claro que ese nunca había sido su estilo.

—Puede que te guste aferrarte a esa idea, o que te haga más llevadero todo este lío… pero no eres ningún jodido ángel, Saga. Ellos solamente conocen la parte brillante, la que deslumbraba. Lo poco que puedan recordar unos mocosos de siete años. Pero sabes tan bien como yo, que tomaste tus propias decisiones.

—Como tú.

—Exacto, como yo. Y aún así, te empeñas en negártelo. Es más fácil esconderte tras la historia de Ares, en el pobre chiquillo manejado y torturado… —Saga sintió sus ojos arder, pero de ninguna manera iba a dejar que un atisbo de las lágrimas, esas que no había derramado en años, lo traicionase de aquella manera. Kanon hablaba de aquel infierno como si solamente hubiera sido una pequeña travesura.— Pero tuviste parte de responsabilidad. Pudiste pedir ayuda, pudiste correr a donde el viejo y llorar a sus pies, porque hubiera removido el mundo por ti…

—Por los dioses… —bufó. Su perspectiva de la historia era bien diferente.

—O pudiste llorarle a Aioros. No hiciste ninguna de esas cosas, porque anhelabas el trono tanto como yo quería el mundo. El orgullo por encima de todo, hermano. Haber pedido ayuda hubiera dejado en claro que no eras tan perfecto, ni brillante.

—Si, debí contarles tu gran plan. Estoy seguro que les hubiera emocionado y el final hubiera sido radicalmente diferente, Kanon.

—Bah. –Ignoró la ironía, y siguió a lo suyo.— Aunque no me guste la idea de ser abandonado para morir ahogado por mi propio hermano…

Saga se revolvió en el sofá, paseó la mirada con nerviosismo por el salón, y terminó por apoyar el rostro en las manos que descansaban sobre sus rodillas. Soportar con estoicidad la visita de Aioros había sido difícil, pero dudaba siquiera lograr superar aquella conversación con un poquito de dignidad.

—…Hiciste lo correcto. –Saga alzó una ceja sorprendido.— Es una parte de mi vida que preferiría no recordar muy a menudo, pero no puedo decir que no me lo ganara a pulso. –Estalló en una breve carcajada.— Ni siquiera se en que estaba pensando para pedirte ayuda a ti con aquel asunto. De verdad creí que estarías tan enfadado como lo estaba yo después de haber perdido aquello por lo que tanto habías luchado. Pero, ¿sabes cuál es tu problema?  

—¿Cuál de todos? Ilústrame. –bufó.

—Te olvidaste hace mucho de que eres un mortal como todos los demás. Tenías un montón de cosas buenas, demasiadas para mi gusto. Y tu única preocupación era cumplir con las expectativas de otros. Te olvidaste de que tenías defectos, o más bien, te convenciste de que carecías de ellos. Y tú eras tan ambicioso como yo. Solamente que con otros objetivos. Odias recordar que nos parecemos…

—No te equivoques. –sonó tan autoritario, que Kanon guardó silencio por un segundo.— Puedes seguir creyéndolo el tiempo que te de la gana, pero somos tan diferentes como la noche y el día, y eso no cambiara. –Su hermano sostuvo su mirada.

—Vale. –le concedió la razón en eso, no porque verdaderamente lo creyera, sino porque la actitud de Saga había cambiado radicalmente solo con mencionarlo.— Como digas. Dijiste que ellos necesitaban una disculpa, no la verdad. ¿Por qué no seguiste a Shura, e hiciste lo propio?

—Porque el hecho de que les pida disculpas, no va a devolverles la vida a ninguno, ni a aligerar el dolor. ¿Algo más?

—Estás equivocado. –Saga alzo las cejas con cierta incredulidad.— No sabes ni pedir perdón, ni pedir ayuda. Es tan simple como eso. Te concedo el hecho de que has cambiado, al menos en parte. –No le había pasado desapercibido el momento en que Aioros casi fue fulminado por aquella mirada suya.— Tampoco quiero trivializar el asunto de Ares…

—¡Oh, venga ya! –Saga hundió los dedos en la melena con cierta desesperación, y cruzó los brazos. ¡Era lo que llevaba haciendo todo el tiempo!

—Pero tengo ciertas dudas que quizá pudieras responderme.

—¿De qué demonios estás hablando?

—Tuviste tus momentos de lucidez, igual que cuando… te suicidaste. –Un silencio incómodo, de apenas unos segundos, se instauró entre ellos.— En trece años, ¿no encontraste el momento adecuado para pedir ayudar a nadie?  Esta bien que Máscara Mortal y Afrodita estuvieran ahí, lamiendo el culo de Ares. Pero tienes un bonito cosmos que puede resultar de lo más útil. Solamente necesitabas un segundo, y todos lo sabrían. Podrían ponerle fin. No lo hiciste. ¿Por qué?

Saga guardó silencio, y ningún gesto traicionó el daño que habían provocado aquellas palabras. A pesar de ello, estaba seguro de que Kanon sabía de sobra lo que estaba provocando. Inesperadamente, se relajó. Era como si, de alguna manera, llevara toda una vida esperando aquella gran pregunta que nadie había formulado.

Se humedeció los labios, e hizo a un lado el cojín. Se puso en pie, y sin pronunciar palabra alguna, se dio la vuelta. Sus ojos se nublaron por un instante, pero pestañeó con fuerza un par de veces, y se alejó rumbo a su habitación.

—Eso hubiera destrozado lo que quedaba de ti: tu leyenda, ¿no? –Saga se quedó quieto al escucharlo hablar una vez más.— Ese fue tu gran error, y no sucumbir ante Ares hace catorce años. Tienes un ego demasiado alto, y un orgullo demasiado grande como para admitir semejante fracaso. Preferiste tomar una decisión extrema y apresurada arriesgando a Athena hasta el último momento.

Sorpresivamente, Saga rió con suavidad dándole la espalda. No era más que una risa que pretendía esconder la amargura que sentía, pero no atinó a hacer nada más.

—Te aseguro que no fue apresurada. –Posó la mano en el pomo de la puerta, dando por zanjada la discusión. Pero Kanon, que frunció el ceño al oírlo, no estaba dispuesto a dejarlo ir.

—Me reprochaste muchas cosas ayer. Más de las que deberías, porque como ves… estas en una delicada posición donde todo se te va a volver en contra tan rápido como esto. –Chasqueó los dedos.— No queda mucho que puedan descubrir de mi, ven a quien soy, porque el pasado, pasado es, y no se puede cambiar. Y si lo de ayer te dolió tanto, estas tan jodido como el arquero. –Kanon gesticuló con las manos, mientras soltaba un bufido. No había pensado que Saga lograra desesperarlo tanto.— Tu solito te has colocado en la posición más vulnerable. Y no estoy seguro de que puedas o quieras salir de ella.

—¿Y qué piensas hacer? ¿Ayudarme o terminar de derribarme? –No quiso mirarle, pero su voz sonó ronca a causa del llanto que estaba conteniendo.

—Quiero… —El menor guardó silencio. No encontraba las palabras necesarias para decir lo que quería. Al menos no, sino deseaba sonar tan falso e irreverente a oídos de Saga, como sabía que lo haría.— Todos te ven como a un jodido héroe. Estarán enfadados, pero a pesar de todo, te tienen un respeto mortal y te quieren. Querría poder hacer lo mismo, al menos.

—Ya. –Saga rió una vez más, y negó lentamente con el rostro.

—Pero ni siquiera has sido capaz de pronunciar una sola palabra ahí arriba. No pretendía volver a nadie en contra de nadie, aunque haya podido verse así. Intentaba defenderte, porque conociendo la historia completa, me resulta insoportable la mirada lastimera de Dohko y Shion. ¡No les dijiste nada! Es como si ellos fueran las victimas aquí, y fue a ti a quien dejaron a su suerte. Si tan solo te hubieran prestado atención de verdad…

—¡Kanon!

—¿Qué? –el rugido lo pilló desprevenido.

—Cállate. —¿Cómo podía decir que Shion…? ¡Lo había matado! A sangre fría y sin que tuviera oportunidad alguna de nada… Había sido tan víctima como Aioros. Y era él quien cargaba con eso en su conciencia. Era él quien lo había mirado un par de veces y no había atinado a ver más que su cadáver. ¡Kanon no entendía nada!

—¡Joder! ¡Eres mi hermano!

—Hubiera estado bien que hubieras recordado eso hace mucho. –Abrió la puerta.— No tuviste valor de sostenerme la mirada cuando llegué aquí envestido con un sapuri. No lo he olvidado, igual que no olvidé muchas otras cosas. No hables de hermanos como si supieras siquiera lo que es, porque no lo recuerdas. –Se internó en la habitación, pero antes de desaparecer, dijo algo más.— Y deja de llamarme así.    

Saga no lo decía porque renegara de su sangre, sino porque odiaba en lo que se habían convertido: el extremo al que habían llegado. Lo miró fugazmente antes de cerrar la puerta.

Kanon se quedó mudo, quieto como una estatua. Le había golpeado donde más dolía, y lo sabía. Nunca había tenido unos métodos demasiado sutiles, sobre todo con Saga, pero prefería pensar que no eran muñequitas de cristal que fueran a quebrarse con un soplido. Sin embargo, la desesperanza que vio en aquella mirada antes de desaparecer por la puerta, lo desarmó por un momento. Había esperado una reacción diferente… Saga tenía un carácter de mil demonios, después de todo. Había esperado que comprendiera, que devolviera el zarpazo y escupiera las cosas tal cual las sentía.

Se sopló el flequillo y se dejó caer de nuevo en el sillón. Quizá no iba a ser tan fácil como había pensado.

Continuará...

NdA:
Damis: ¡Tengo una cosa importante que decir! Los Santos de Bronce son para mi, lo que la luz del sol a los vampiros. Es decir, su sola presencia me quema los ojos.
Sunrise: Cof, cof. Y a mi, a mi también.
Kanon: Además… Nosotros los goldies, somos mucho más lindos. Especialmente los suplentes! 😉
Saga: ¬¬’
Aioros: Insisto en que debisteis regresarlo sin lengua. ¬¬’
Santitos: … (*Lloran amargamente en el rincón*)
Damis, Sunrise: (*Que roban el tabaco de Saga*) cof cof cof cof cof… X_x
Kanon: Advertencia! No fumeis cigarrillos con moho. Son perjudiciales para la salud.
Camus: Lección aprendida.
Shura: Si.
Todos: ….
Damis: Y… eso… reviews anónimos en el profile!
Sunrise: Gracias por todos los comentarios!
Saga: Corto y cierro.
Damis: Y felicidades a los gemes que cumplen 54 añ…
Saga: Dije, corto y cierro.

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